El destajo como milagro

El 29 de marzo de 1929, Viernes Santo, hacia las 11 de la mañana, el jovencísimo José María Sáez conducía un camión de recogida de basura en la ciudad de León, España, donde se trabajaba a destajo. Le acompañaban en el servicio los operarios José Diez García y Andrés Arias Prieto. El chófer apretaba a fondo el acelerador: quería acabar pronto y no perderse las procesiones de Semana Santa que se desarrollaban en las siguientes horas en la ciudad, con sus tambores machacones y cornetillas. Tanto era su fervor religioso que José María cada vez iba más rápido, a punto de coger la autopista hacia el cielo. Sus compañeros le advirtieron del peligro que corrían y le instaron a reducir la marcha, procurando incluso que bajara a la tierra de los vivos. Cuando el vehículo circulaba por la conocida como carretera de los Cubos, perdió el control, empezó a zigzaguear y acabó estrellándose contra la muralla de la fortificación leonesa, atropellando al mismo tiempo a Genaro o Jenaro (para gustos, los colores) Blanco Blanco, un mundano y vicioso buscavidas de múltiples oficios y raíz canallesca, bastante disparatada, muy conocido en la localidad. Genaro murió de inmediato, roto por completo, con el cráneo chafado y sin posible reanimación, en apariencia. Más tarde, José María fue condenado por homicidio imprudente y se fijó una cifra de 5000 pesetas de indemnización para los familiares de Genaro, un primer milagro para sus huérfanos descendientes.

Al año siguiente, en 1930, un grupo de paisanos (los llamados “evangelistas”, bohemios y descacharrantes a partes iguales) decidió honrar la figura de Genaro cada madrugada de Jueves Santo y comenzó la tradición profana del Entierro de Genarín, parodia de los últimos día de Jesucristo Nuestro Señor pero con el susodicho canalla mayor como mesías, con glosas a su vida, obra y variopinto anecdotario, críticas a la sociedad de la época (de la que toque cada temporada), poesías, ofrendas y mucha sátira…y fiesta y alcohol a raudales, también. Desde entonces (con interrupciones de 1957 a 1977, por las quejas del clero y la prohibición de las autoridades franquistas, y en los últimos años, por la pandemia del coronavirus) se pasean las figuras de “San Genarín” entre las masas por las calles de la ciudad, en procesión etílica si es menester, una procesión que los cristianos más devotos se pierden por su orígen laico y profano…y porque, supongo, no es merecedora de un trabajo a destajo y a toda leche que mate a individuos comunes, guiado por la religiosidad más pacata y meapilas.

El muerto vivo

Aquella noche, como en los dos últimos meses, Ómar Enrique Hernández López, un joven veinteañero, estaba recogiendo latas y otros desechos para ganarse la vida. Hacía días que habían desaparecido varios indigentes y varios compañeros suyos de “profesión”, la de pescadores de tesoros en la mierda. Pero casi nadie reparaba en ello. Eran pobres, recicladores infomales de basura en su mayoría, en la inmensa Barranquilla (Colombia). Era sábado de Carnaval y la ciudad estaba preparada para la fiesta. Corría el año 1992. De pronto, al pasar por delante de la Universidad Libre (Unilibre), uno de los celadores del edificio le indicó que podía llevarse los cartones que había acumulados dentro. El celador se ganó la confianza de Ómar Enrique y éste entró con él, recorrió varios pasilllos y llegó al anfiteatro, donde supuestamente existía abundante material para poder vender y reciclar con posterioridad. Ómar Enrique se frotaba las manos. No obstante, una vez allí, recibió una somanta de palos por parte de los cuatro celadores destinados en el sitio, que le habían tendido una trampa y se ensañaron con él, en una paliza a garrotadas hasta dejarlo en el suelo completamente ensangrentado. Después, le pegaron un tiro de gracia que agraciadamente no consiguió su objetivo: matarlo. Ómar se hizo el muerto mientras lo transportaban a la morgue de la universidad y le metían en formol. Había más cuerpos enteros y trozos humanos descuartizados en el lugar. Pasaron las horas. De vez en cuando, entraba alguien a revisar a los fallecidos. “Éste está aún muy blando”, dijo alguien al tocarlo. Ómar Enrique, cuando vio la puerta despejada y la oportunidad, zaherido, trastabillando, decidió escapar todo lo rápido que pudo, saltó una valla por el patio de atrás y se dirigió a la comisaría de la policía más cercana, donde relató los hechos, ante la incredulidad primera de los agentes. ¿Por qué iban a querer asesinar a un pobre desgraciado que recogía basura en la calle? No obstante, tras mucha insistencia por parte de Ómar Enrique, enviaron un destacamento y se descubrió entonces aquel circo de los horrores, el pastel de una red de tráfico de cuerpos y órganos para, entre otras cosas, el estudio de futuros médicos, formado por 11 cadáveres enteros y varios miembros de otros más. Una red en la que fueron apaleados y ejecutados, como mínimo, una decena de recicladores y habitantes de la basura, a los que siempre se les invitaba a recoger materiales “valiosos” desechados por la universidad para que cayeran en aquella ratonera de muerte.

La operación y el juicio sobre el caso no aclararon del todo el asunto. A los pocos años, los principales imputados estaban en libertad. Un acusado reconoció haber apaleado a más de 50 individuos durante su «trabajo» en la universidad. Otro fue asesinado tiempo después. Ni siquiera se llegó a identificar a la mayoría de fallecidos encontrados durante aquel fatídico inicio de fiestas carnavalescas, que se presume vivían casi todos de la basura. El 1 de marzo se instituyó en su honor el Día Internacional de los Recicladores.

El desconfinamiento del juez

Thomas Stanton no se sentía nada bien. La toga de juez se le hacía grande y él estaba cada vez más y más flaco. Miles de documentos, muchísimas sentencias e innumerables otrosís. E impartir justicia, claro, que no sólo es ciega sino imposible, sensu stricto, a poco que se sea decentemente humano y humanamente decente. El juez, muy reputado en la concurridísima Nueva York, estaba enfermito y decidió ir al médico.

– ¿Qué le sucede?, preguntó el doctor

– Mi vida no tiene sentido, no tengo tiempo, he perdido el apetito, no puedo dormir, me encuentro fatal, me estoy quedando en los huesos…

El galeno, tras examinar detenidamente el caso y los antecedentes atribulados de aquel hombre de tribunales, le indicó que lo que le pasaba es que se estaba friendo el cerebro, más o menos.

-Usted lo que necesita es una ocupación puramente corporal, hacer trabajar los brazos, las piernas, todo lo que se quiera menos la cabeza, y procurar en lo posible que sea una ocupación al aire libre.

Thomas Stanton estuvo reflexionando sobre lo que le había dicho el médico y, finalmente, decidió romper con todo, abandonar el juzgado y desaparecer de la gran ciudad.

Meses después, en una pequeña localidad cercana a Nueva York, un amigo suyo fue interpelado por un barrendero municipal.

– Oye, ¿no me reconoces?

El barrendero era Thomas Stanton, con excelente aspecto, sin anemia ni dispepsia ni hipocondría, cantarín y risueño durante toda su jornada laboral.

– He escogido este oficio porque reúne las condiciones necesarias para la mejora de mi salud y prefiero ganar siete francos y tener buen apetito a reunir varios miles de francos cada mes y tener que gastarlos en médicos y medicinas.

El caso apareció en la prensa de aquella época (1909) como algo insólito y propio de perros verdes.

Felices fiestas

Fue costumbre muy extendida, desde las primeras décadas del siglo XIX hasta mediados de los años 90 del siglo XX, que los basureros y barrenderos felicitasen las fiestas navideñas casa por casa a la población con unas tarjetas que, por delante, llevaban una ilustración con quehaceres del oficio y, por detrás, contenían un poema más o menos afortunado (generalmente lleno de ripios y rimas facilonas). Dicho poema, a veces, era recitado de carrerilla por los que tocaban a la puerta, generando un clima de lo más enternecedor (por decir algo) entre los vecinos que soportaban aquel teatrillo…antes de rascarse el bolsillo (de este nivel eran los versos). Porque, luego, claro, se reclamaba «la voluntad», o sea, el parné por el servicio prestado en la calle. En Terrassa, la costumbre se mantuvo hasta que la empresa municipal encargada de la recogida de residuos y limpieza viaria, Eco-Equip, hacia 1996, prohibió a sus trabajadores que pidiesen el aguinaldo con el cuento de la estampita de marras, ya que se consideraba que la cosa daba mala imagen a la entidad y las labores desempeñadas por los currantes se habían dignificado bastante, gozando de cierto estatus y prestigio en la sociedad, no como antes. La medida se aceptó a regañadientes, bajo amenaza de sanción. No obstante, aún hubo quien estuvo un tiempo más repartiendo tarjetas de felicitación cada año (omitiré nombres) y personas ajenas a la empresa que se disfrazaban de basureros para ganarse unos cuantos lereles, que no eran moco de pavo. Durante mucho tiempo, los basureros y barrenderos se agenciaban otra «paga extra» gracias al espíritu navideño de sus queridísimos conciudadanos. La misma táctica utilizaban también durante otros días señalados en el calendario (como la fiesta mayor del barrio o de la ciudad). El espíritu navideño, por cierto, entre los propios trabajadores no era tan pronunciado. Se repartían la ciudad por zonas y si alguien entraba en la zona de otro para pedir dinero el asunto podía pasar a mayores, con algún guantazo de por medio. Fui testigo -yo, que, por vergüenza, no participé nunca del tradicional sablazo- de varias broncas por pisarse la manguera unos a otros, con ciertas toñinas marcando la cara del que se había extralimitado saliéndose de la zona asignada. Había, incluso, trabajadores (generalmente de otras religiones, no pocos) que alquilaban su espacio de reparto a otros compañeros por un «módico» precio. Todo muy jinglebells y con mucha concordia, paz, amor y alegría a raudales, siguiendo los postulados del alumbramiento de Nuestro Señor Jesucristo. En fin, pasen ustedes unas buenas fiestas (en la medidad de lo posible).

La herencia

Guido Napoleone falleció en las postrimerías de 1974, en Campobasso, Italia, en la montañosa y fría región de Molise. Era viudo y no tenía hijos. Cuando abrieron su testamento se encontraron con una sorpresa. Había instituido como herederos a los barrenderos de su localidad. Lo había hecho porque consideraba que «nadie lleva peor existencia» que ellos. Los había visto trabajar en condiciones climáticas muy adversas y con gran desgaste físico. Los cien miembros del servicio de limpieza de la villa, una vez realizado el reparto, obtuvieron cada uno unos 120 euros al cambio de hoy, lo que entonces no era moco de pavo. Su legado solidario fue, en suma, muy higiénico, aunque un tanto paternalista, eso sí. Sirvan estas líneas, en todo caso, para recordarlo.

El milagro

Basauri, Vizcaya, País Vasco, 1994. Son las ocho de la mañana y uno de los operarios de limpieza que trabaja detrás del camión de basura ve una bolsa de grandes dimensiones junto a una señal de tráfico. Silba y hace parar al conductor. Los dos peones de detrás del camión bajan de los estribos y se dirigen a la bolsa. La gente tira todo en cualquier lado, desde luego. Es un no parar. La recogen y la echan dentro de la prensa. Los mecanismos hidráulicos la engullen -como cantaba Rosendo en Obstáculo Impertinente- y se mezcla con otros residuos que se van compactando cada vez más dentro de la caja del vehículo a medida que avanza el recorrido y la jornada laboral. Más de una hora después, sin que los operarios de limpieza sepan de qué va todo aquello, patrullas policiales persiguen al camión de la basura y lo detienen fulminantemente. Hacen bajar a los tres basureros (conductor y peones) y se hacen cargo del camión, que llevan a un descampado en el polígono de Asparren. Al parecer, como más tarde se sabría, la bolsa que recogieron junto a la señal de stop contenía cuatro kilos de amonal y un kilo y medio de amerital, dos detonadores, un temporizador de seguridad y un receptor de mando a distancia. Había sido puesta en el suelo por la banda terrorista ETA, que avisó a un medio de comunicación de la colocación de la bomba al ver frustado su atentado (posiblemente contra la policía). Mientras se producía el aviso (a las nueve de la mañana) y mientras llegaron los ertzainzas para detener al camión, los operarios siguieron trabajando como si tal cosa, en movimiento por la ciudad, entre el traqueteo propio de aquel vehículo de recogida, y la basura se iba aplastando con más fuerza: el artefacto no explotó de milagro.

Para ser conductor de primera

En 1974, Damon Robinson trabajaba como conductor de un camión de basura para una empresa de una localidad inglesa cualquiera. Tuvo, no obstante, una semana un tanto desafortunada. El lunes metió el camión en una zanja. El martes acabó su jornada normalmente, sin demasiados impedimentos. El miércoles se estrelló contra un muro. El jueves quemó el embrague. El viernes volcó el vehículo en plena calle. Al ser despedido, Damon Robinson declaró: «No me siento molesto porque me hayan echado del trabajo pues recononozco que no soy muy buen conductor»

En el buche de la paloma

Michael era un muchacho pobre y problemático de unos diez años que había abandonado los estudios pero quería mucho a las palomas, muchísimo. Esas ratas voladoras y símbolos de la paz le tenían obnubilado. Julius era su paloma preferida. La amaba. Julius murió y el chico, devastado, decidió construir una caja de madera para enterrarla y rendirle un bonito tributo. Dejó la caja con la paloma en las escaleras del porche de su vivienda y subió a casa a buscar alguna cosa que se le había olvidado. Justo en ese momento pasó el camión de la basura y uno de los operarios, pensando que la caja era un desecho más entre los muchos desperdigados por la ciudad, la tiró a la compactadora del vehículo, donde fue triturada de inmediato. Michael, que bajaba ya por las escaleras, pudo ver la sangrante escena. Corrió hasta donde estaba el operario de limpieza y le propinó tal puñetazo que lo tumbó y lo dejó totalmente desnortado, pese a la diferencia de edad. Era su forma de hacer justicia. Un golpe por todos los colombófilos del mundo (y por un buena separación de residuos).

Michael contaba jactancioso esa anécdota de su vida cuando creció, cogió bastante más cuerpo y acabó dedicándose al boxeo. Le conocieron como Mike Tyson y ganó un par de mundiales de los pesos pesados. También arrancó, de un mordisco, un trozo de oreja a unos de sus contrincantes. Esa, sin embargo, es otra historia.