Si perteneces a la tribu de los egarenses, del poblado de Terrassa, es muy probable que haya barrido alguna vez el suelo que sueles pisar. Me avalan años de dedicación, oficiosa y de oficio, a mano y a máquina. He limpiado barrios enteros sin la ayuda de Harry el sucio -¡anda, alégrame el día!-, cepillándome aceras y bordillos plagados de hojarasca. También he dejado pringosos rastros y me he llenado, en ocasiones, involuntariamente de churretes. He tragado polvo, insectos y tóxicos surtidos, en grandes cantidades. Piltrafa del bolero, entre otros menesteres, basura me volví, por inclinación natural y amor a Los Panchos. Me chiflan -en términos metafóricos- las cloacas, las bahorrinas, los vertederos, los residuos domésticos y las calzadas malolientes. Me siento como Cenicienta y, si es preciso, me arrodillo como ella, salvo para encajar zapatitos de cristal. Pese a no andar muy fino en gramática parda, tengo, como otras hermosas luciérnagas, un estupendo título de cebollino integral y expansivo; narcisista, grimoso, botarate, pringao, gaznápiro aunque cumplidamente ruin. A estas alturas, alturas de decrecimiento biográfico, a merced del compostaje, mi célebre espíritu aventurero me ha permitido recorrer ya las travesías y manzanas colindantes con mi lugar en el mundo, una pequeña ratonera en un distrito de la cocapital vallesana, donde me parieron, donde me crié, donde he trabajado -sin dignificarme porque sí- y donde he paseado la vida luciendo un bonito uniforme de color amarillo, al ritmo callejero, a lo loco. Me llamo como un conocido y céntrico supermercado -¡horror en el ultramarino!- de dicha localidad. Sueño a menudo con merys y con escobas eléctricas.