El chiste

Toñito era uno de los zánganos consagrados del barrio, un enteraíllo de barra que frisaba los cuarenta y vivía de dar sablazos, a salto de mata. Llevaba en paro desde los orígenes de la civilización olmeca y compartía vivienda con su madre Matilde, titular del inmueble familiar, cascarrabias, sufridora nata, pensionista y pagadora de facturas. Toñito anhelaba el reconocimiento público, caer en gracia y ser querido, más allá del nido materno y de la manzana circundante. No obstante, sus malas pulgas, su jactancia, su vagancia y su discurso plomizo se lo impedían. Toñito, por así decirlo, no supo aprovechar sus no pocos atributos: torpeza, escualidez, desaliño, mirada de gacela desnortada, voz de pito, dientes ennegrecidos, calva con melenas lacias, hermosos orejones, mentalidad decimonónica y carácter abrabuconado. A pesar de ello, tenía una virtud muy notable: los chistes malos los convertía en pésimos y en muy pésimos si intuía que el público los recibía tibiamente o no los pillaba de inmediato, ayudándose entonces de explicaciones innecesarias, reiteraciones cansinas, preguntas avasalladoras y carcajadas salidas del averno, las suyas propias, las únicas que cosechaba. No se le conocían novias ni novios ni grupo de amigos más o menos estable. Los sábados por la noche, se echaba unas gotas de colonia y se encaminaba en solitario al último karaoke en activo de la ciudad, donde -con la intención de seducir por la vía simpática- cantaba a pleno pulmón Mi gran noche –cosa que llevaba haciendo unos veinte años– y se pimplaba una caja de botellines de cerveza mientras malgastaba ocurrencias de gusto discutible, sin que la poca concurrencia le prestara demasiada atención, exceptuando al camarero que le cobraba la cuenta, en el momento preciso de cobrarle la cuenta. Entre semana, por no aguantar la cháchara damnificada de su madre, siempre quejosa, si el tiempo lo permitía, se pasaba el día en la calle sin hacer nada, en chándal y con unas zapatillas que acumulaban polvo para llenar un terrario de reptiles, en los bancos de la plazoleta, en el bar de abajo o deambulando sin ton ni son por el barrio, su límite geográfico y vital, un conglomerado gris de pisos y viviendas de estilo casi soviético, junto a una riera sin agua pero con más basura y ratas que maleza. Si el tiempo era adverso, esto es, cuando llovía o nevaba, pegaba mucho el sol o hacía mucho viento, no salía de su habitación, excepto a la hora de la comida, que apenas probaba: se mantenía a base de birras y ponches con huevo. Una habitación, por cierto, con un camastro, un armario totalmente desactualizado lleno de ropa desactualizada y un póster de Charlot vestido de militar, antimilitarista. Una habitación con una ventana y un pequeño balcón donde guardaba sus pajarillos enjaulados, otra de sus aficiones. En ese lugar, su lugar en el mundo, había pasado la mayor parte de su vida sin grandes agitaciones cósmicas, aunque sí algún que otro tocamiento onanista.

Una mañana, Matilde recibió en casa una notificación del ayuntamiento con suma esperanza, a su modo, es decir, con dos gruñidos esta vez casi alegres. Toñito había sido aceptado en un plan de ocupación como barrendero durante seis meses. El trabajo no estaba demasiado bien pagado, pero algo era algo y contribuiría así a la maltrecha economía de la casa, pensaba ella. Toñito se tomó la noticia un poco peor: no recordaba haberse apuntado a ninguna oferta de empleo y sus pajarillos necesitaban toda su atención en ese momento, lo que constituía un problemón. No obstante, por no contrariar a su madre, decidió comenzar a currar, por una vez. Una semana después, Toñito andaba por la calles vestido con uniforme amarillo y reflectantes incorporados, con capazo y escoba. El primer día le habían dado unas pequeñas instrucciones de cómo organizarse y desarrollar su cometido por los planos asignados de la ciudad. Fueron en vano. Al mover el primer contenedor, tropezó, fue arrollado por un coche, se dislocó el hombro, se partió el fémur, se llenó de magulladuras y tuvo que ser atendido por los servicios de emergencia. Se pasó seis meses de baja y luego ya no le renovaron el contrato. Cobró, eso sí, los seis meses de salario estipulado, sin cooperar por supuesto con su madre, lo que le permitió limitar sus sablazos e incrementar sus horizontes de grandeza hasta un nivel de tabaco, porros y cervezas aceptable para él. Luego, además, consiguió un pequeño subsidio. Le había cogido el tranquillo melodramático a ir con muletas, que gozaban de gran prestigio social por aquella zona y garantizaban un trato menos salvaje por parte del vecindario. En la rehabilitación conoció a Ana, una chica treintañera, fisioterapeuta, de la que se medio enamoró porque le sonreía mucho mientras le trataba y le untaba cremita en la pierna. Fue entonces, aspeado por el amor platónico -que le rebajó su mala uva- y por su nueva y boyante situación, que decidió cambiar de rumbo y hacerse comediante profesional, su gran sueño. Se lo podía permitir ahora que había logrado cierto grado de autosuficiencia. De todas formas, estaría bien ganarse en el futuro los garbanzos con algo que realmente le gustase. Se vino arriba.

Como no tenía contactos, escribió a los programas de televisión que consideró oportunos, los más apropiados para hacer el ganso. No se sabe cómo, pero le respondieron y alguien vio potencial en él ya que fue convocado para un concurso de talentos. Toñito estaba que no cabía en sí. Hasta sus pájaros parecían cantar mejor. Durante semanas, preparó anécdotas y chascarrillos, actúo ante el espejo, se machacó a conciencia, imitó a sus ídolos y ensayó piruetas. Matilde estaba negra con tanta tontería.

El concurso de talentos tenía un jurado formado por cuatro conocidas estrellas de la televisión, de lengua viperina, que puntuaban a los concursantes y daban su parecer sobre las actuaciones que se desarrollaban en el escenario. Para participar, Toñito se había desplazado desde su ciudad natal en tren, toda una odisea para alguien acostumbrado a cero en movilidad. Le habían convocado a las doce del mediodía en la capital, apenas a cuarenta minutos de distancia. Allí, cuando llegó, le hicieron pasar a un camerino, donde le maquillaron y le vistieron de gala, tal como habían quedado por teléfono. Bien vestido, daba el pego. Se sentía hasta guapo, un guapo renqueante pero guapo. Tras mucho esperar, escuchó su nombre por los altavoces. Llegó el momento. Toñito salió al escenario, donde le preguntaron sus datos personales y le indicaron que podía comenzar su función. Se encendieron unos focos que le daban en toda la cara, sonó una música circense y después se hizo el silencio. Toñito estaba a punto de comenzar.

Toñito tenía previsto contar unos pocos chistes, cantar luego una versión picante de Mi gran noche y rematar su obra maestra con un par de imitaciones. No llegó al tercer chiste. Nadie rió, casi todos los presentes le abuchearon y fue cortado de cuajo por el jurado.

– ¿Tú de dónde has salido?- le dijo uno- No tienes ni la más mínima gracia.

– Jamás había visto una bufonada infecta de tal calibre. Eres el horror, lo peor que ha pasado por aquí -le dijo otro-. No vales ni para estar escondido.

Toñito intentó explicarse y comentar la naturaleza cómica de su número, pero no le dejaron los silbidos del público, que señalaba con el dedo pulgar hacia abajo. Se enfadó entonces, comenzó a insultar al respetable y le tuvieron que sacar a rastras los agentes de seguridad, no sin antes destrozarle la otra pierna, la buena.

Toñito regresó al barrio hundido y humillado. Hasta Matilde decidió gruñir menos cuando pasaba la escoba por la puerta de su habitación, por no molestar a su hijo entristecido. Habían emitido el programa en horario de máxima difusión, con su intervención y todos los detalles, hasta el momento de ser expulsado a las bravas y los comentarios posteriores del jurado, desagradables e hirientes. Ahora era toda una celebridad, pero no como a él le hubiese gustado. Salía a la calle y notaba alrededor las miradas de desprecio, de guasa y de maledicencia. Ni siquiera sus pajarillos le animaban y parecían haber enmudecido. Se encerró en sí mismo. Se desdibujó y dejó de ir al bar, de ir a la plazoleta, de pasear por ahí. Pensó incluso en quitarse de en medio. La borrasca se instaló sobre su habitación. Las ganas de trabajar, desaparecidas de antemano, se perdieron para siempre. Solo le quedaba el amor incondicional y asfixiante de su madre…y la dependencia absoluta de ella.

Ana, la fisioterapeuta, pasó la mañana del sábado comprando en el mercado. Más tarde quedó con unas amigas para echar un café. El café se alargó y acabaron comiendo juntas en un restaurante. La tarde la aprovechó para ir a recoger unos zapatos que tenía encargados y dar una vuelta por el centro. Llegó a casa casi a la hora de cenar. Se duchó, se puso cómoda, se preparó una tortilla y decidió poner la tele para entretenerse un rato. Cuando vio aparecer a Toñito se sorprendió y aumentó el volumen del aparato. Ana escuchó su primer chiste y rió de lo lindo. Ana escuchó su segundo chiste y se meó de la risa. No hubo una tercera oportunidad, pues le cortaron la actuación y ella no entendió lo que ocurrió después. Pero Ana había pasado un rato genial, de alborozo, y su risa iluminó toda la estancia. Y Toñito, que había abandonado la rehabilitación y había desnortado aún más su mirada, jamás lo supo y jamás recibió noticia de su risueña admiradora. Un destino maléfico les esquivó para siempre.

Robin y Marian

Robin y Marian

Querida Marian,

Little John, hoy, ha sufrido una caída mientras desbrozaba la maleza del bosque a golpe de guadaña. No, no te preocupes: solo se ha cortado tres dedos, se ha roto las dos piernas y estará unos seis meses de baja, si sobrevive a la gangrena. Ha presentado ante la asamblea de proscritos el parte médico de la bruja Morgana y, entre todos, como duchos justicieros, por amplia mayoría, hemos decidido que permanezca en el campamento sacando punta a las flechas, sin participar en los asaltos a las excepcionales comitivas de nobles y ricachones que se adentran en nuestros arbolados dominios. Pero es una contrariedad, no lo niego; una boca más que alimentar tontamente, como la del parásito fraile con hábitos misericordiosos pero insana adicción a pasar el cepillo, como la del pretencioso juglar que nos tortura cada noche con sus baladas legendarias (y nauseabundas) junto a un fuego que se extingue al escucharlo: El trono usurpado/ el pueblo sin fe/ la dulce señora/ la corona del rey… ¡Buf!, un galimatías almibarado de aires sajones, remoto, interminable y cargante hasta el trastueque. Ganas tengo ya de que inventen la televisión y los concursos para artistas fatuos sin talento. De verdad, tú sí que vales, ¡qué ganas tengo!

Por aquí, aunque no lo creas, vivimos días convulsos. El sheriff y sus secuaces han vuelto a las andadas, con cargas impositivas al capricho, confiscaciones de cosechas y divertidas batidas de pobres. Los campesinos y los sucios vasallos, desesperados, acuden a nosotros en busca de rebelde saneamiento y porfía levantisca. Como bandoleros buenos, como bien sabes, no podemos robarles nada porque nada les han dejado, salvo estertores de miseria y muchísima mugre: mal negocio para indómitos y agrestes granujas, bebedores de cebada, saltarines, malandrines, burlescos, animados y de natural joviales. Porque, sin hipotecas y sin rendir pleitesía, desplazados sin enmienda hacia los márgenes de la estrechez entre matorrales y zarzas, los hombres del bosque -no me preguntes la razón- parecemos más limpios y con menos costra de mierda encima, pese a que nos frotamos el culo con una piedra y nos lavamos con la misma frecuencia que cualquier menesteroso, o sea, cada seis o siete meses, si la temperatura del agua de las charcas lo permite y lo permite la vigilancia de las tropas feudales. Por eso, cuando veo llegar a semejantes infelices, me pongo de los nervios. A veces me gustaría decirles que soy un ladrón, un corrupto y un bastardo asilvestrado, que soy peor que el príncipe Juan, que la pluma del absurdo y diminuto gorrito la utilizo de mondadientes…pero ellos, necesitados de mitología, entienden lo que quieren y no están preparados para que les arrebaten el cuento, por lo que acabo mordiéndome la lengua: una explosión de cólera en nada incrementaría mi botín. Mientras, los muy desgraciados, van trayendo problemas a mi escondrijo secreto -que todos conocen- y algunas hojas de repollo que no colman mis aspiraciones ni tampoco calman el hambre. Y me dan pena..y les ofrezco el calor de la hoguera y algunas bayas y un poco de miel…y escucho sus desdichas…y entonces me juran lealtad eterna…y nos hacemos amiguetes…y se incorporan a la horda de fugitivos..y los víveres menguan…¡y yo me cago en to lo que se menea! En fin, que es dura la existencia de los forajidos folclóricos, sobre todo al colgar los leotardos antes de dormir sobre un lecho de ramas.

Así pues, cuando las estrellas inundan el firmamento, el insomnio zahiere y me deprimo demasiado, pienso en ti…y me entristezco pero de otra forma. Sé que hace tiempo que no nos vemos -quizás desde las cruzadas- y que, ahora, un tal Guy de Guylipoll, un as de palacio y diestro espadachín, te obsequia con suculentos manjares, enérgica vellosidad pectoral, protección de la prole y ocurrentes distracciones bufonescas, entre hermosas cortinas y lámparas de velas balanceándose. Por lo que me dicen, el caballero es un apuesto adonis y conserva casi toda la dentadura, lo cual es meritorio y aristocrático. Nunca podré combatir con él en esas lides: bajo mi ridículo bigotillo no hay perlas y, por consiguiente, nunca suelto carcajadas, aunque el disfraz que llevo puesto las provoque. Sin embargo, no te engañaré: me pongo como un Errol Flyn al piano cuando me mientan tu nombre. Es algo que todavía me sorprende y sorprende a los jabalíes y venados en la espesura de la floresta. Las muchachas de mi entorno (entorno al tres por ciento), bellas doncellas amancebadas a las que adoro y a las que deseo casi cabalmente, tratan de paliar los efectos y, de paso, ganar terreno en la fábula…pero yo -llámame tonto- me mantengo (prácticamente) fiel a mis jabalíes (y a Little John), que perciben mejor la soledad y hondura del líder de la manada. Te lo comento por si te quieres compadecer de mí y te tiras por la torre del castillo o te sueltas la melena. Al fin y al cabo, merced a vos, ¡vive Dios!, que no sois asaz galana ni merecéis tan alta prez -que los requiebros no te nublen el entendimiento-, ¡pardiez!, palpito y crepito bajo un hechizo de luna, babeante, afligido, férvido y calavera… y no desfallezco en el anhelo de aventuras redistributivas, por no abjurar del estereotipo repartidor ni siquiera en la enmarañada vereda amorosa. Obviamente, en estos momentos, no puedo dejar en la estacada –gajes de los oficios ejemplares para el populacho- a esta caterva de rufianes, carne de dogal y verdugo…pero estoy dispuesto a cambiar en todo lo posible: horario, arco, aljaba, halcón, caballo, porquerizas, manzanas en la cabeza, etcétera. Conmigo, cariño, encontrarás la gran proeza de la deshonra, el pesar de las saetas en las entrañas, la emboscada del fracaso y el acicate de la huida permanente hacia la nada, sin catapultas, sin puentes levadizos, sin virilidad firme (eréctil) y sin ningún tipo de tacto, con supremo aburrimiento. Si he dado en la diana, me envías un whatsapps o una paloma mensajera (preferiblemente apta para consumo humano); si he llegado al corazón de león, honremos juntos a Cupido, a Nick Cravat, a Ivanhoe, a Iñigo Montoya, a San Jorge y a Ricardo I de Inglaterra. Si no, tampoco lo tomaré a la tremenda: no quiero presionarte ni que te sientas culpable: en caso de rechazo, meteré en un caldero de aceite borborteante a todos los niños huérfanos del condado. La pelota, mi dueña, está ahora en las almenas de tu fortaleza.

Te amo,

Robin de Locksley

PD- Por favor, si decides venir, no te olvides de traer capuchas, capas y ropa de abrigo, que en el bosque hace un frío que pela.

El día de los enamorados

San Valentín, me cago en tu cariño y en tus estúpidos requiebros: te despido por causas arbitrariamente objetivas, sin indemnización ni hostias, de un flechazo. Ya no soporto tus empalagosos besos ni tu escasa competitividad en la cama. Tu costosa mano de obra ni acaricia ni luce ni genera riqueza. Eres deficitario, vago, conflictivo y mentalmente inestable. No escuchas, no te comprometes, no evolucionas a buen ritmo y no cuidas el músculo que soporta este proyecto. Te has abandonado por completo e, inflexible como eres, sin ningún espíritu emprendedor, no te adaptas a los cambios ni a las nuevas vicisitudes que se presentan. Ya no me divierto contigo: no hay chispa ni beneficios a corto plazo. Nuestra relación sentimental tiene el mismo futuro y el mismo crédito que tu cartilla de ahorros, en números rojos. Tú sólo piensas en el amor y en el amor como derecho, sin implicarte lo suficiente en el trabajo, lejos de esta empresa; pero a mí, como a Penélope, no me faltan otros pretendientes que hacen más por menos, guapos, dóciles, profesionales, serviciales, baratos y modernamente precarios. Me gusta el riesgo, me gusta darme lujos y no quiero que se me pase el arroz junto a un ganapán desechable que nunca se esforzará lo necesario para superar la crisis presente.  Espero que lo comprendas. Si no, que te den morcilla a la europea…y una legislación laboral bendecida por los patronos. Besitos.

PD- Te dejo en la nevera las tres dosis de cianuro. No olvides recoger a los peques de la guardería.