¿En mi hambre mando yo?

Semana movidita en los pasillos del supermercado, de horror en el ultramarino, en pleno mes de agosto, de este olímpico agosto de 2012 en el que los cascos de botella caen hasta en los carriles centrales del tartán de los mejores velocistas. Mientras en Girona el ayuntamiento pone candados a los contendores situados frente a las grandes superficies, en el sur de la península ibérica, bien caliente, miembros del Sindicato Andaluz de Trabajadores entran en ellas para llenar carros de la compra, sin comprar ni pagar nada. En ambos casos, la adecuada alimentación y la crisis están muy presentes.

En Girona, el alcalde, Carles Puigdemont, de CIU, dijo que en la ciudad “no había motivos para pasar angustia alimentaria” y, por eso, en una prueba piloto con visos de continuidad tras el verano, se han cerrado con llaves los contenedores de materia orgánica próximos a las zonas comerciales, para evitar riesgos sanitarios y la “alarma social” que supuestamente produce ver a gente rebuscando y hurgando entre los desechos y entre género en mal estado, mezclado con contaminantes y en proceso de descomposición. El consistorio ha firmado un acuerdo con las principales cadenas que operan en la localidad por el que éstas se comprometen a donar a un centro de distribución de alimentos centralizado aquellos productos que estén a punto de caducar, que no se puedan ya vender pero que se consideren todavía aptos para el consumo humano. Agentes cívicos patrullarán las baterías de contenedores sellados y procurarán derivar a dicho centro y a los servicios municipales de asistencia social a todos aquellos que intenten rebuscar en la basura, a los que se entregará un vale de comida canjeable por una cesta de urgencia con aceite, legumbres y otras viandas básicas para asegurar “el derecho a la alimentación digna”. Según el concejal de Servicios Sociales, Eduard Berloso, con el cierre de los contenedores con candados, se busca integrar a esos ciudadanos en riesgo de exclusión en el “circuito normalizado” de las instituciones (públicas y privadas) con un programa establecido de reparto, evitando mercadeos, peleas y, sobre todo, peligros sanitarios, garantizando a través de la planificación la dignidad de las personas en sus prácticas de abastecimiento alimenticio. Algunos miembros de la oposición, a la izquierda del gobierno, han criticado la decisión porque entienden que la iniciativa es solo una operación estética, cuyo único objetivo es erradicar la mala imagen que ofrecen las personas que remueven la basura. “Nada más lejos, eso me preocupa bien poco” ha declarado el concejal Berloso.

En Écija (Sevilla) y en Arcos de la Frontera (Cádiz), miembros del Sindicato Andaluz de Trabajadores han cargado de aceite, arroz, azúcar, galletas, leche, legumbres y pasta decenas de carros de la compra, en dos supermercados distintos situados en ambas poblaciones, para realizar una “expropiación alimentaria”, marcharse sin pagar y, después, entregar gratuitamente lo requisado a colectivos sin recursos. La noticia ha sido ampliamente comentada en los medios. Los autores e impulsores de la acción están siendo ya perseguidos por la justicia y censurados desde distintos ámbitos por las posibles implicaciones penales de la misma, tachada de demagógica y oportunista. Según Manuel Sánchez Gordillo, diputado en el parlamento andaluz por IU –contrario al actual pacto de gobierno de su coalición con los socialistas andaluces- y alcalde de Marinaleda desde hace más de treinta años, los supermercados tiran a la basura, proprocionalmente, cinco veces más de comida que la que cogieron los sindicalistas y eso se puede evitar fácilmente: con un decreto que diga que todos los alimentos retirados de los puntos de venta y a punto de caducar sean distribuidos entre familias desocupadas y sin subsidio de desempleo, o a través de una renta básica para aquellos hogares con todos sus miembros en paro, “porque la crisis está llegando a la gente que se ha quedado sin nada”. El político no cree haber cometido ningún delito y considera el hecho una protesta simbólica y de insignificante repercusión económica, enmarcada en la no violencia activa que propugna, para llamar la atención y señalar un grave problema, el de la más apremiante penuria. Para Sánchez Gordillo, la propiedad tiene que tener una función social y los más débiles no deben pagar siempre los platos rotos, con recortes, con deshaucios, con despidos masivos, mientras quedan impunes los grandes estafadores, los corruptos, los emisarios de la indigencia, los auténticos expropiadores, los usureros de la banca y los ladrones millonarios de guante blanco, en sus abundantes paraísos, incluso fiscales.

Este agosto, por tanto, los dilemas entre beneficiencia y derechos, entre legalidad y legitimidad, entre apetito y desinterés político, se llevan la palma y las medallas del podio, en un clima tórrido  y competitivo en los borborigmos del estómago. Los irredentos señores de la tijera, también ellos sin conciencia de culpa, enfrascados en el científico quehacer de los religiosos mercados, sin prestar atención a los seres que respiran, desvían la mirada, no participan del debate u optan por la represión sin paliativos. Las empresas comerciales que controlan la distribución de alimentos en el estado español, muy poquitas, fijan precios, determinan la producción y el consumo, aplican economías de escala y siguen aumentando el margen de beneficios, con suministradores frágiles y mano de obra cada vez más precaria. Los supermercados excretan sus desechos y comida aprovechable, en grandes cantidades, sin que nadie se rasgue las vestiduras por ese absurdo despilfarro, síntoma del trastorno. Los candados sirven para asegurar lo propio frente a terceros indeseables. La basura y la hipocresía envilecen las almas sin nutrientes. El instinto de supervivencia no siempre casa bien con el sanemiento urbano, con la salubridad, con el benigno discurso de la virtud ni con los recipientes más apropiados y más limpios de la cubertería. Las cornadas del hambre son mortales de necesidad.

PD- En català, el documental sencer, El gust pel rebuig (Taste the Waste, 2010):  aquí (I), aquí (II), aquí (III) i aquí (IV)

 

Sevilla tiene un color especial

Sevilla, tan sonriente, tan colorida. La ordenanza de limpieza municipal de la ciudad de Sevilla establece un código de colores perfectamente identificable para la correcta utilización de los contenedores y los diferentes residuos: gris para la fracción orgánica, amarillo para los envases, verde para el vidrio, azul para el papel y el cartón. La ordenanza actual (artículo 59) indica que “la recogida neumática fija en la vía pública tendrá carácter de selectiva, implantándose al menos los buzones de color gris (orgánicos y resto de residuos domiciliarios) y amarillo (envases ligeros de carácter doméstico). También podrán instalarse buzones de color azul para el depósito de papeles y cartón”. El cromatismo está claro, y no se refuta el noble discurso de la selección en origen.

La semana pasada, primer fin de semana del febrerillo loco de 2012, en la zona de la Alameda de Hércules, en el centro de la ciudad sevillana, los operarios de la empresa pública municipal de limpieza, Lipasam, descargaban los residuos de una batería de contenedores subterránea. Un ciudadano anónimo, cansado de sus sucias maniobras, grabó el trabajo de vertido con una cámara y colgó el vídeo en internet. En las imágenes, se ve cómo los basureros mezclan la basura de los distintos contenedores de la batería y la depositan en un mismo camión. Algunos ciudadanos se indignaron muchísimo. El alcalde actual, del PP, Juan Ignacio Zoido, comunicó vía twitter que iba a investigar el asunto. Después, tras consultar con los técnicos -¡vivan los informes no politizados!- defendió de forma estrambótica el proceder de los muchachos de Lipasam. Se ofreció una versión oficial: la empresa cumple con sus obligaciones, la operación no estaba sistematizada ni era común en otros emplazamientos pero, aun así, era excusable ante la opinión pública y, más importante, adecuada para la apacible salida por la espita técnica: esas cosas del buen gobierno que hacen dudar al más incauto. Porque según el alcalde, para que la recogida selectiva sea eficaz, se tiene que verificar el estado de los contenedores porque “si hay un 20% de materias que no son las que corresponden, lo único que hacemos es contaminar todos los residuos que no se han mezclado y hay que proceder a esa comprobación”. Con ello, se justificaba que se mezclasen distintos residuos en un mismo camión, por relaciones porcentuales, para no contaminar más en otros puntos de recogida lo que no está contaminado por los usuarios que sí reciclan. El alcalde añadió que “ya que estamos colocando contenedores selectivos, hagamos un buen uso de ellos” porque los vecinos que actúan de forma incorrecta “producen un perjuicio a la comunidad”. Las culpas, de ese modo, quedaron ubicadas en el terreno etéreo de los siempre minoritarios incívicos que nos rodean, que nunca representan al grueso de la ejemplar ciudadanía, y que provocan puntualmente estragos en determinados lugares porque lo llevan en la sangre. Por tanto, no había necesidad de describir detalladamente los procesos instaurados en la empresa, ni las medidas correctoras que se aplicarán, ni las pautas o mecanismos de control existentes: balones fuera y la perfección administrativa permanece. Algunos ciudadanos, entonces, se indignaron muchísimo más. La tesis defendida por Zoido, nueva y técnicamente, fue rebatida. Los miembros de la asociación de consumidores Facua, creyendo que la práctica podía ser generalizada, pidieron que se aclarasen los hechos por medio de dos escritos remitidos al alcalde popular y al actual gerente de Lipasam, Francisco José Juan Rodríguez. El portavoz de la asociación se mostró muy molesto con las declaraciones del edil hispalense porque, desde su punto de vista, éste intentaba salirse por peteneras y eludir la responsabilidad del Ayuntamiento “en la recogida selectiva de residuos, al tratar de focalizar la irregularidad en un punto concreto y culpar a los vecinos del mal uso». Algunos ciudadanos cambiaron otra vez de pigmentación. Total, que el Ayuntamiento fue empujado a actuar servicial y contundentemente en pos del interés general y la ciudad sostenible: se arrancó la pegatina del buzón de vertido del contenedor donde ponía “envases” y se colocó una nueva donde pone “residuos orgánicos y resto”, más honesta pero no por ello menos indecente, como en los otros dos contenedores de la polémica batería…y santas pascuas y adiós al reciclaje y adiós a los artículos de la ordenanza de limpieza. De momento, así se ha zanjado el tema, adaptando el estilo cosmético de los políticos que aparecen en The Wire al gracejo andaluz, pinturero y residual de la intendencia frangollera. Y colorín colorado: Sevilla sigue teniendo su duende y sigue oliendo a azahar: me gusta estar con su gente.

 

Héroes, basureros, bombas y lindos gatitos

A Marcelo, el manso y gordinflón

Creaciones de la factoría estadounidense DC Comics, Catwoman, la amiga de los mininos, y Supermán, que no se caga en los calzoncillos porque los lleva por fuera de los leotardos, son dos archiconocidos personajes de ficción, de trepidantes historietas sobrehumanas, llevados también a la gran pantalla. Ambos, acostumbrados a flirtear con el peligro a horas intempestivas, se han encontrado de todo en sus múltiples peripecias, con garra y dinamita. Hemos visto a Catwoman caer sobre cubos y bolsas de basura de forma espatarrante, panza arriba y panza abajo, poniendo en riesgo alguna de sus finitas pero numerosas vidas. Hemos visto a Supermán, incluso, retirar los desechos de las calles como cualquier barrendero municipal, con escobón y carrito de mano. Sus temerarias proezas no se discuten en ese universo imaginario poblado de superhéroes, donde parece fácil atrapar a los gatos perdidos en el garbanzal.

El jueves de la semana pasada, 2 de febrero de 2012, en A Coruña, donde la leyenda cuenta que Hércules derrotó a Gerión el gigante, una señora y un señor daban de comer a los gatos de las calles: siempre hay un papel para esos imprescindibles figurantes del paisanaje whiskas en cualquier ciudad que se precie. De pronto, advirtieron que salía humo de una extraña bolsa de plástico situada en la entrada de una oficina de empleo de la Xunta de Galicia. Alarmados, abandonaron el ronroneo y buscaron ayuda por los alrededores. José Manuel, Emilio y Alberto, basureros, pasaban por allí y escucharon sus desesperados maullidos. Los tres, en su jornada de trabajo, de madrugada, estaban vaciando unos contenedores cercanos. Diligentemente, justicieros, dispuestos a socorrer a los necesitados, se acercaron para ver qué sucedía. Mientras el conductor del equipo permanecía en la cabina del camión de recogida de residuos, los otros dos operarios, que viajaban en la parte trasera del vehículo, se bajaron para desentrañar el enigma de aquel voluminoso paquete. La señora y el señor que alimentaban a los bigotudos felinos, marramamiau, habían retirado ya la bolsa humeante de la puerta del edificio y la habían dejado en el centro de la calzada. José Manuel y Emilio se aproximaron a ésta y, ni cortos ni perezosos, le dieron una patada de inspección académica del riesgo. Al balancearse con el golpe, descubrieron su contenido: aerosoles, envases de gas y productos pirotécnicos ensamblados, con cinco mechas ardiendo. Uno de los dos hombres, sin buscarse los tres pies, trató de apagarlas a pisotones, pero no lo consiguió, como si la kryptonita anulara totalmente sus poderes pedestres. Se agachó y arrancó dos de un tirón. “Entonces la señora se nos acercó y nos dijo que tenía una botella de agua para los gatos”, relataba el basurero. Al rociar con ella las mechas, lograron apagarlas por completo y llevarse, finalmente, el gato al agua. Después, José Manuel y Emilio cogieron la bolsa y la transportaron hasta el camión. Alberto, que les estaba esperando, al verles llegar con semejante fardo, ¡zape!, ¡marditos roedores!, les espetó lo siguiente: “¿Cómo venís con eso aquí, que puede explotar?”. En consecuencia, una vez avisada la policía, dejaron la bolsa a buen recaudo, bajo la atenta vigilancia de los dos entusiastas de la manutención gatuna, y siguieron trabajando como si tal cosa. Cuando llegaron los agentes y los cuerpos especiales para desactivar explosivos (los TEDAX), se procedió a la retirada del artefacto y se volvió a requerir la presencia de los basureros para declarar en el escenario del crimen. Allí mismo, fueron informados de lo cerquita que habían estado de no contarlo: dos minutos más y la bomba casera hubiese estallado en sus morros, ale y ale pum, con nefastas consecuencias. Conmocionados, se quedaron tristes y azules. No obstante, desfaciendo el gatuperio, habían demostrado un valor extraordinario.

Las parejas de los tres operarios de limpieza, de uñas, no estaban nada satisfechas con la gesta de sus maridos. “Nos dijeron que éramos tontos”, declaró después uno de los basureros. Con tantos villanos robando las raspas de sardina, con tanto desempleo, con tanta suciedad, no hay que olvidarse nunca de ponerse en el cuello el cascabel pertinente. Para no salir escaldado, las heroicidades deben dosificarse con tiento. Lo dicta el sentido común.

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