Aquella noche, como en los dos últimos meses, Ómar Enrique Hernández López, un joven veinteañero, estaba recogiendo latas y otros desechos para ganarse la vida. Hacía días que habían desaparecido varios indigentes y varios compañeros suyos de “profesión”, la de pescadores de tesoros en la mierda. Pero casi nadie reparaba en ello. Eran pobres, recicladores infomales de basura en su mayoría, en la inmensa Barranquilla (Colombia). Era sábado de Carnaval y la ciudad estaba preparada para la fiesta. Corría el año 1992. De pronto, al pasar por delante de la Universidad Libre (Unilibre), uno de los celadores del edificio le indicó que podía llevarse los cartones que había acumulados dentro. El celador se ganó la confianza de Ómar Enrique y éste entró con él, recorrió varios pasilllos y llegó al anfiteatro, donde supuestamente existía abundante material para poder vender y reciclar con posterioridad. Ómar Enrique se frotaba las manos. No obstante, una vez allí, recibió una somanta de palos por parte de los cuatro celadores destinados en el sitio, que le habían tendido una trampa y se ensañaron con él, en una paliza a garrotadas hasta dejarlo en el suelo completamente ensangrentado. Después, le pegaron un tiro de gracia que agraciadamente no consiguió su objetivo: matarlo. Ómar se hizo el muerto mientras lo transportaban a la morgue de la universidad y le metían en formol. Había más cuerpos enteros y trozos humanos descuartizados en el lugar. Pasaron las horas. De vez en cuando, entraba alguien a revisar a los fallecidos. “Éste está aún muy blando”, dijo alguien al tocarlo. Ómar Enrique, cuando vio la puerta despejada y la oportunidad, zaherido, trastabillando, decidió escapar todo lo rápido que pudo, saltó una valla por el patio de atrás y se dirigió a la comisaría de la policía más cercana, donde relató los hechos, ante la incredulidad primera de los agentes. ¿Por qué iban a querer asesinar a un pobre desgraciado que recogía basura en la calle? No obstante, tras mucha insistencia por parte de Ómar Enrique, enviaron un destacamento y se descubrió entonces aquel circo de los horrores, el pastel de una red de tráfico de cuerpos y órganos para, entre otras cosas, el estudio de futuros médicos, formado por 11 cadáveres enteros y varios miembros de otros más. Una red en la que fueron apaleados y ejecutados, como mínimo, una decena de recicladores y habitantes de la basura, a los que siempre se les invitaba a recoger materiales “valiosos” desechados por la universidad para que cayeran en aquella ratonera de muerte.
La operación y el juicio sobre el caso no aclararon del todo el asunto. A los pocos años, los principales imputados estaban en libertad. Un acusado reconoció haber apaleado a más de 50 individuos durante su «trabajo» en la universidad. Otro fue asesinado tiempo después. Ni siquiera se llegó a identificar a la mayoría de fallecidos encontrados durante aquel fatídico inicio de fiestas carnavalescas, que se presume vivían casi todos de la basura. El 1 de marzo se instituyó en su honor el Día Internacional de los Recicladores.