Higiene personal y pública de un paleto

Larry Joe Bird, de tez blanca y ojos azules, nació en 1956, en el seno de una humilde familia donde raramente se cumplen los mejores sueños, en el estado de Indiana (Estados Unidos), con un padre proclive a borracheras monumentales y veterano de la guerra de Corea -que lo dejó perturbado para el resto de sus días-, una orgullosa madre coraje capaz de arañar el suelo por sus hijos y tres hermanos más. Vivió su infancia y su primera juventud entre estrecheces económicas, precariamente, a salto de mata, en French Lick, un pequeño pueblo de apenas unos cientos de habitantes, lejos de las grandes urbes y aglomeraciones. Allí, cuando disponía de tiempo y las múltiples tareas de aquel entorno rural le dejaban, jugaba a béisbol y a baloncesto, deporte para el que tenía especial talento, como demostró en su instituto. Luego, Larry se echó una novieta que quedó embarazada: nuevas preocupaciones y una boca más que alimentar. Más tarde, probó suerte en una universidad de ínclita fama. Su estancia allí duró menos de un mes. No soportó el ambiente cosmopolita, elitista y cultureta del campus, en el que se sentía inferior, pese a medir más de dos metros y ser un buscabroncas en cualquier pista. Le llamaban “el paleto de French Lick”. Y decidió volverse al pueblo, donde consiguió un empleo como operario de limpieza urbana. «Me encantaba ese trabajo», comentó tiempo después. «Era al aire libre, estaba con mis amigos. Sentí que realmente estaba logrando algo en mi vida. ¿Cuántas veces estás dando vueltas por tu ciudad y te dices a ti mismo: ¿Por qué no arreglan eso? ¿Por qué no limpian las calles? Aquí tuve la oportunidad de hacer eso. Tuve la oportunidad de hacer que mi comunidad se viera con mejores ojos”. Larry recogió muchas bolsas de desperdicios para encestarlas en el camión de recogida. Y afinó aún más su puntería.

Larry Joe Bird, más conocido como Larry Bird, tras el suicidio de su padre y otros tristes avatares, dejó los quehaceres de limpieza que tanto le habían enseñado, volvió a la universidad (a otra más mundana) y triunfó en el mundo del baloncesto, sobre todo en los años ochenta del siglo pasado Está considerado unos de los mejores jugadores de la historia, con tres anillos de la NBA y una medalla de oro olímpica junto al llamado “Dream Team”, aquel equipo de ensueño, casi de dibujos animados.

Una de boxeo

De apenas metro y medio de altura, rechonchete y prácticamente sin cuello, con brazos larguísimos y violenta pegada, aunque reacio al entrenamiento, Joe Walcott fue un boxeador que ostentó el campenonato mundial de peso wélter entre 1901 y 1906, el primer negro en conseguirlo y uno de los mejores de la historia en su categoría, según dicen. Pasó la infancia en Barbados, en las Antillas Menores, y de ahí se trasladó bien jovencito a Estados Unidos, a Boston, Massachussets, donde entre otros disparatados trabajos alimenticios ejerció como limpiador en algunos de los innumerables gimnasios y clubes de la zona, lo que le sirvió para aprender a pegar, se entiende. Después, triunfó en el boxeo. Luchó con todo quisqui, sin importarle el peso o la envergadura. Su carrera resultó excepcional en puntos y derribos. «Cuanto más grandes son, más duramente caen», sentenció para los anales. Se casó, tuvo hijos, aumentó su fama y su gloria (y su economía), se compró una bonita finca en Malden y vivió bastante bien durante años. Más tarde, cuando su estrella deportiva se apagó, se divorció, se arruinó, mató accidentalmente a una persona, fue arrestado, perdió varios dedos de la mano y acabó prácticamente como empezó, pero en el mítico Madison Square Garden, en Nueva York, donde se encargaba de barrer las gradas del conocidísimo pabellón. Pocas personas, por tanto, más “limpias” han pisado un ring. Hay un vídeo añejo en internet en el que el “Demonio de Barbados”, como lo apodaban, sale desbarrando y repasando su trayectoria, hablando de lo divino y lo humano con una escoba como compañía. Murió atropellado por un automóvil, en Dalton, Ohio. Nadie reclamó el cuerpo. En su lápida reza “Joe Walcott 1872-1935. Ex campeón mundial”.

PD- No confundir a Joe Walcott con Jersey Joe Walcott, el campeón del mundo de los pesos pesados entre 1951 y 1952, que adoptó su nombre como homenaje a aquel  «Demonio de Barbados» ya desaparecido.

El risueño guardián

Roy Jay Glauber (1925-2018) fue un reputado científico y profesor de la prestigiosa universidad de Harvard, en Estados unidos. En el año 2005, junto a otros colegas, recibió el Premio Nobel de física por su contribución a la teoría cuántica de coherencia óptica. No obstante, según decía, ser el «Guardián de la Escoba» era su cargo más distinguido, pues durante años fue el encargado de barrer con dicho instrumento de limpieza el escenario –donde el público arrojaba aviones de papel- de los «innobles» premios Ig Nobel, otros premios de relumbrón pero a contracorriente otorgados desde 1991 a las investigaciones, tesis y materias más descacharrantes, absurdas, irrelevantes, cómicas y extrañas, que vale la pena repasar para echarse unas buenas carcajadas. Fue Roy, pues, como dice el dicho, un barrendero que siempre iba riendo por la vida, un cachondo en el mejor de los casos, pese a sus sesudos quehaceres cotidianos enfocados al estudio.

El tránsito de la cartonera

Cuarentona y madre soltera, afrobrasileña y pobre de solemnidad, en los años 50 del siglo XX, Carolina María de Jesús recogía cartones, chatarra y otros residuos de las calles para luego venderlos y alimentar, así, a sus tres hijos. Era una catadora, esto es, una recicladora informal de basura. En sus escasos ratos libres escribía un diario de su vida y la de sus convecinos en la favela Canindé de São Paulo, donde habitaba, en una chabola de lo más precaria que ella misma construyó. Para confeccionar el diario, con textos punzantes de enorme crudeza pero de estilo muy sencillo, utilizaba los papeles que encontraba por ahí, que luego cosía con mimo en un cuaderno. Carolina María de Jesús aprendió a escribir de chiripa y de forma paupérrima -no era normal que personas como ella, negra y de familia humilde, hubiesen recibido en su época ningún tipo de educación- y leyó mucho en la biblioteca de la casa donde trabajó anteriormente como empleada doméstica. En 1960, la descubrieron y logró publicar su diario Quarto de despejo (Cuarto de desecho), que rápidamente se convirtió en un éxito de ventas y fue traducido a varios idiomas. Salió de la favela y de las estrecheces económicas, de momento. Entonces, fue repudiada por menesterosos (por traidora) y por círculos intelectuales y con posibles (por desclasada, exótica y carente de valor). Dejó la basura para dedicarse exclusivamente a la escritura y la poesía. En sus últimos tiempos, pasado el éxito editorial que la catapultó, olvidada por completo, volvió a una favela y algún que otro cartón tuvo que recoger para subsistir. Murió en 1977.

Muchas y monas pertenencias

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Muchos hijos, un mono y un castillo (2017) es, en gran medida, una película documental de basura exquisita, aquella de la que no es fácil desprenderse. Narra la historia de una mujer, Julita, que se come la pantalla en cada aparición, como galleta mojada en leche caliente (pero con sacarina). Su familia tampoco es moco de pavo. Delirante, surrealista, anecdótica y cómica hasta las trancas (a veces involuntariamente), la peli es altamente recomendable. Otros espacios y otros lugares les enseñarán de qué va y cuál es el hilo conductor, las vértebras por así decirlo del proyecto de Gustavo Salmerón, el director y uno de los hijos de la protagonista. Aquí nos centraremos en la objetología y en los muchísimos trastos que aparecen en el film, en la relación que mantienen con lo sentimental. Un castillo repleto de enseres, muebles, bártulos, cuadros, retratos, cajas, pinturas, muñecas, armaduras, vestidos, herramientas, estatuas y mil y un cachivaches amontonados, clasificados (al tuntún) y sin clasificar. Julita tiene que enfrentarse, por un golpe económico, a una decisión difícil: tirar o no tirar las cosas. Ella es partidaria de no deshacerse de nada porque cada objeto está vinculado a un recuerdo o a una energía del pasado. En realidad, para ella, lo telúrico y lo espiritual se imbrican a través de los objetos, por lo que pospone la conversión en residuo definitivo. Todo puede servir para algo, todo es potencialmente útil y, en tanto que útil, merece ser guardado. Lo que, en principio, pareciere algo positivo (al no reducir, no reutilizar ni reciclar absolutamente nada) se convierte en acaparamiento innecesario y en un auténtico vertedero mal gestionado. Su concepción apoteósica del no residuo dista mucho del residuo cero o del no residuo que defienden los ambientalistas. Todo por el amor, por el amor por las cosas, que impide la movilidad, la ligereza y la limpieza. Julita, sin embargo, sabe flotar sobre la basura y consigue sortear esos obstáculos gracias a su buen humor. El pitorreo, pues, vence a la cosificación y al amor más despreciable.

Una película fantástica y de enorme trasfondo filosófico.

El padre del contenedor

M_Poubelle_Ambassadeur_à_Rome_[...]Atelier_Nadar_btv1b531174210Eugène-René Poubelle nació en Caen, Francia, en 1831. En Caen, muchos años antes, en 1699, se había establecido una de las primeras iniciativas higiénicas para recoger los residuos domésticos en cestas de mimbre: en cierta manera (o así lo parece) su espíritu basurillas tenía denominación de origen. Jurista, higienista, político, diplomático… Republicano irredento, apasionado de los viñedos, de familia con posibles, se casó con una joven no manca en posesiones y tuvo dos hermosas hijas; todo perfecto para un prefecto que fue en varios destinos, todo de cuento, incluso en la bella ciudad de la luz, París, una de las más guarrras y con más acumulaciones de desechos desde tiempos inmemoriales, acostumbrados como estaban sus habitantes a arrojar cualquier mierda a la vía pública. Eugène-René estudió mucho, ejerció como profesor de derecho, fue condecorado en múltiples ocasiones, recibió la legión de honor y llegó a ser embajador en el Vaticano de la más laica de las naciones de entonces. No obstante, en la lengua francesa, a la basura en general y a los cubos de basura en particular se les llama poubelle gracias a él, a través de la figura del epónimo.

Su paso por París, como nuevo administrador de la ciudad y personaje importante -«la plus belle barbe blonde de la Repúblique«-, dejó un reguero de éxitos tales que nadie recuerda apenas (la torre Eiffel, el alcantarillado, las instituciones escolares, etcétera). No se olvida, sin embargo, sus ordenanzas de limpieza (1883-1884) y la obligatoriedad que impuso a los propietarios de inmuebles de recoger la basura en recipientes señalizados, herméticos y metálicos, de dimensiones tasadas, con tapa y con asas, para ser vaciados cada día en los carros de los servicios habilitados al efecto en una recogida por primera vez normalizada que implicaba activamente a la población, amén de la prohibición general de rebuscar en la basura en la calle al tuntún y de la institución de un primer sistema de reciclaje que procuraba separar tres fracciones diferenciadas: 1) materia orgánica, 2) trapos y papeles y 3) cristales, conchas y cáscaras. Dichas medidas de visionario, como gran padre del contenedor actual, no fueron acogidas precisamente con agrado por el público parisinio, lo que le valió a la postre su cruel fortuna lingüística. Eugène-René se enfrentó a la prensa, a políticos, a empresarios, a propietarios de inmuebles, a arrendatarios y, sobre todo, a las decenas de miles de recogedores informales y traperos, les chiffoniers, que pululaban por la calle y veían peligrar su modo de vida. “El prefecto del Sena nos fuerza a llevar los desperdicios a su despacho”, “nos arroja a la más profunda de las miserias, decían éstos, que llegaron a proclamar incluso “la libertad del gancho en la basura libre”. Ante la amenaza de disturbios, la destrucción de los recipientes y las continuas protestas, Eugène-René tuvo que ceder en parte a sus pretensiones, permitiendo a los chiffoniers, “les pecheurs de lune”, continuar con sus actividades, si bien en otras condiciones menos descuidadas y ejerciendo la selección fuera de los límites de la ciudad, lo que daría origen a los mercadillos de pulgas.

No sería hasta mediados del siglo XX que sus ideas se generalizaran. En pleno siglo XXI, una empresa de alta tecnología denominó Eugène al escáner inteligente que permitía reciclar los desechos domésticos del cubo. Visto lo visto, no parece que la palabra poubelle, en los próximos siglos, vaya a desaparecer del idioma francés.

Historia de una mancha

Bartolomeo V.

Tal día como hoy, en 1927, murió Bartolomeo. Nació en 1888. Con veinte años recién cumplidos abandonó su Italia natal y el oficio de panadero que estaba aprendiendo. Como muchos de sus paisanos, emigró a Estados Unidos con la esperanza de encontrar un lugar mejor y con menos asfixia. Sin embargo, allí, según manifestó, “los pobres dormían en los quicios de los portales y, de buena mañana, se les veía revolviendo los cubos de basura, buscando una hoja de repollo o alguna patata podrida”. Bartolomeo, pues, se estrelló contra la realidad y con la fragilidad de la condición de los nadies desembarcados. En la tierra de las oportunidades, en la acogedora América de los sueños al alcance de cualquiera, comenzó su periplo laboral como lavaplatos…y lo acabó como vendedor ambulante de pescado, empujando un carrito. Soltero perseverante, voluntarioso autodidacto, utópico, bigotudo, lustroso y cortés, abrazó el ideal anarquista: pasó hambre y distintas calamidades, en un entorno penetrado por el “pánico rojo” y el orden piramidal de las criaturas y las cosas. Alternó largos períodos de desempleo con duras ocupaciones mal pagadas y nada vivificantes, siempre a salto de mata, siempre en puestos no cualificados, siempre en el alambre de la estrechez. Como operario de limpieza, retiró la nieve de las calles y de las vías del ferrocaril. “Mi conciencia está limpia”, dejó escrito.

La muerte de Bartolomeo generó grandes protestas -hasta entonces nunca vistas- en todos los continentes y en las ciudades más importantes del mundo: Tokio, Sofía, París, Zurich, Buenos Aires, Londres, Nueva York, Sidney, Berlín, Lima, Ginebra, Boston… La muerte de Bartolomeo provocó atentados y disturbios ante las embajadas y símbolos norteamericanos. La muerte de Bartolomeo fue repudiada y lamentada por grandes personalidades de la época: Albert Einstein, Marie Curie, Miguel de Unamuno, Dorothy Parker, George Bernard Shaw, H.S.Wells, Walter Lippman, John Dos Passos, Romain Rolland, Emma Goldman… La muerte de Bartolomeo, con el tiempo, fue pintada, cantada, llevada al cine. La muerte de Bartolomeo fue horripilante: como a su gran amigo y compañero Nicola, le achicharraron los sesos con descargas eléctricas, en la silla más inhumana, tras siete años, tres meses y dieciocho días de calvario en la prisión, condenado a la pena capital por el hocico reaccionario.

En 1977, con apenas medio siglo de retraso y las facultades desinfectantes mermadas, Michael Dukakis, que posteriormente se presentaría como candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, se encargó de hacer la rehabilitación pública y oficial. “Porque Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, ambos ejecutados poco después de la medioanoche del 23 de agosto de 1927, no tuvieron un proceso justo, porque tanto el juez como el fiscal tenían prejuicios contra los extranjeros y los disidentes, porque en el proceso dominó un clima de histeria política, se debe limpiar de manchas e injurias, para siempre, el nombre de sus familias y de sus descendientes. El Gobernador de Massachusetts declara el 23 de agosto de 1927 como el Día Conmemorativo de Sacco y Vanzetti”. La limpieza tardía volvió a evidenciar la suciedad de las clases en la alta sociedad.

Viaje a Lilliput

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Jonathan Swift (1667-1745), amante irreverente de las grandes bagatelas, satírico y escatológico, el escritor irlandés que junto a Gulliver nos llevó hasta Lilliput, Brobdingag, Laputa y a la tierra de los Houyhnhnms, entre otros destinos, llegó hace siglos a una conclusión irrefutable a través de la meditación: “El hombre es un palo de escoba». Porque la criatura humana, como los yahoos, tiene “sus facultades animales perpetuamente encaramadas en las racionales y su cabeza en el lugar de sus talones, arrastrándose por el suelo”. El pragmatismo, la sabiduría y la asepsia científica y sin adulterar de Swift no admiten discusión, a pesar del tiempo transcurrido desde su fallecimiento. En Instrucciones a los sirvientes, por ejemplo, recomienda limpiar las telarañas con una escoba sucia y mojada, pues así se pegarán mejor…y se podrán bajar del techo con mayor eficacia. Tal muestra de innegable sensatez no debe caer en saco roto: las enseñanzas del afamado escritor irlandés son útiles en la actualidad y proporcionan soluciones integrales que pueden iluminar a los patricios y damas de hierro del siglo XXI. Todos los hábiles (pero pacatos) practicantes de la gobernanza del populacho, a partir de hoy, tendrían que leer El arte de la mentira política, dejar de lado las mojigaterías y plantear, de una vez por todas, medidas y reformas apodícticas para combatir tenazmente el apocalipsis del estado providencia, sin complejos ni titubeos, en aras de la verdad verdadera.

Los textos y sugerencias de Jonathan Swift tal vez ayuden a encontrar grandes remedios para la crisis presente. Porque Swift escribió Una modesta proposición por el “bien público”, preocupado como estaba por las “pordioseras del sexo femenino, seguidas por tres, cuatro o seis niños, todos ellos cubiertos de harapos y molestando al pasajero al pedirle limosna”. Una proposición que ofrecía “algo sólido y real” para salir de la mala situación económica y para erradicar la pesada carga de niños inermes que, al crecer, por falta de trabajo, se convierten irremediablemente en ladrones y en otras gentes improductivas: pobres, refugiados, inmigrantes, tontos hambrientos, enfermos, inválidos, viejos, jóvenes en precario… Una modesta proposición sin gazmoñería ni utópico idelismo, por fin. Así las cosas, Swift propone directamente que los padres que no puedan mantener a sus hijos los vendan a personas de calidad y fortuna de todo el reino, como plato culinario, para que se los coman y se los zampen con gusto oligárquico: dicho menú es una fórmula “muy adecuada para terratenientes” porque “un niño es saludable, delicioso y nutritivo, ya sea estofado, asado, horneado o hervido” y da para dos platillos en una reunión de amigos. “Quienes sean más ahorrativos (como requieren los tiempos) pueden desollar también el cuerpo del infante: la piel del cual, tratada artificialmente, hará unos guantes de dama admirables, y botas de verano para caballeros finos”. El escritor recomienda comprar los niños vivos y prepararlos recién sacrificados, tal como hacemos con el provechoso cerdo, sin desperdiciar nada, con una excelente gestión de residuos orgánicos. Con ello, de buen seguro, habrá “grandes negocios para las tabernas” y mejorarán notablemente el comercio y el noble arte de “hacer buen tocino”. Puesta en marcha la trituradora infantil, al por mayor, la crisis actual quizás pase rápidamente a la historia como anécdota simpática y peregrina.

Llegó la hora de barrer, por tanto, y poner las cosas en orden definitivamente, con dieta hiperproteica, la bandeja repleta de párvulos enanos, sádicos tijeretazos, cortes, recortes, caña al mono (que es de goma) y frecuentes golpes de escoba en el tren de la bruja piruja.