Michael era un muchacho pobre y problemático de unos diez años que había abandonado los estudios pero quería mucho a las palomas, muchísimo. Esas ratas voladoras y símbolos de la paz le tenían obnubilado. Julius era su paloma preferida. La amaba. Julius murió y el chico, devastado, decidió construir una caja de madera para enterrarla y rendirle un bonito tributo. Dejó la caja con la paloma en las escaleras del porche de su vivienda y subió a casa a buscar alguna cosa que se le había olvidado. Justo en ese momento pasó el camión de la basura y uno de los operarios, pensando que la caja era un desecho más entre los muchos desperdigados por la ciudad, la tiró a la compactadora del vehículo, donde fue triturada de inmediato. Michael, que bajaba ya por las escaleras, pudo ver la sangrante escena. Corrió hasta donde estaba el operario de limpieza y le propinó tal puñetazo que lo tumbó y lo dejó totalmente desnortado, pese a la diferencia de edad. Era su forma de hacer justicia. Un golpe por todos los colombófilos del mundo (y por un buena separación de residuos).
Michael contaba jactancioso esa anécdota de su vida cuando creció, cogió bastante más cuerpo y acabó dedicándose al boxeo. Le conocieron como Mike Tyson y ganó un par de mundiales de los pesos pesados. También arrancó, de un mordisco, un trozo de oreja a unos de sus contrincantes. Esa, sin embargo, es otra historia.