En 1974, Damon Robinson trabajaba como conductor de un camión de basura para una empresa de una localidad inglesa cualquiera. Tuvo, no obstante, una semana un tanto desafortunada. El lunes metió el camión en una zanja. El martes acabó su jornada normalmente, sin demasiados impedimentos. El miércoles se estrelló contra un muro. El jueves quemó el embrague. El viernes volcó el vehículo en plena calle. Al ser despedido, Damon Robinson declaró: «No me siento molesto porque me hayan echado del trabajo pues recononozco que no soy muy buen conductor»
Arriba el telón
Hoy, primero de mayo, se celebra el Día de los Trabajadores. Esto es así porque en 1886, en esa fecha, el movimiento obrero convocó una huelga general en Chicago, en el estado de Illinois, Estados Unidos, para reclamar mejores condiciones laborales y jornadas de ocho horas, en un contexto fabril de explotación capitalista desorbitada y de represión de cualquier descontento, especialmente si tenía raíz anarquista, cuya fama dinamitera -creada para alimentar el monstruo de la violencia- hacía temblar a los poderes fácticos, que no se andaban tampoco con chiquitas, con el apoyo de fuerzas policiales y parapoliciales. La huelga se propagó por todo el país, pero tuvo el epicentro de las movilizaciones y el conflicto en la llamada ciudad de los vientos, donde durante varios días se alargó la revuelta, que culminó con la masacre de Haymarket del 4 de mayo. Tras los sucesos, explicados ya aquí con anterioridad, fueron detenidas las 8 personas que a la postre serían conocidas como los «mártires de Chicago».
Poco después, una vez detenidos los presuntos cabecillas de los trabajadores (no sin polémica), antes de ser ni siquiera juzgados (aunque todo fuese finalmente una pantomima), uno de los empresarios teatrales más reputados de la ciudad, con gran ímpetu moralizador, dirigió por carta a las autoridades y al juez encargado del caso la siguiente propuesta: «Teniendo en cuenta que ocho de los procesados serán condenados a muerte y que las ejecuciones costarán por tanto al estado la cantidad de 4.000 dólares, me ofrezco a ahorcarlos yo, durante ocho noches consecutivas, en mi teatro, sin retribución alguna». Según tenía previsto el ahorrativo patriota, la obra que iba a estrenar requería en escena una ejecución capital…y el monigote de pega que caía del patíbulo no quedaba suficientemente auténtico: mejor si ponían un anarquista de carne y hueso cada noche de espectáculo, temblando y hasta el último estertor de vida. Además, el morbo era negocio (como ahora), sería un castigo ejemplar para los fastidiosos asalariados (con sus dichosas reivindicaciones), la burguesía y el empresariado local se refocilarían de gusto y no habría que recurrir mucho a la ficción para los efectos especiales. Obviamente, la intervención como extra del verdugo oficial estaba garantizada y se reservaría asimismo un palco del recinto durante las ocho noches a todos los agentes y prohombres encargados de dar fe del cumplimiento de la pena. La insólita y melodramática propuesta del emprendedor que, entre candilejas, creaba pérfida riqueza, no obstante, fue rechazada. El teatrillo y la farsa continuarían por los cauces habituales de la judicatura: cuatro de los reos fueron colgados de una soga hasta la muerte, uno se suicidó en la cárcel (en misteriosas circunstancias) y los otros tres fueron liberados años más tarde, tras demostrarse la patraña en la que se basaban las acusaciones en su contra.
La dieta del dragón
La asamblea de dragones, reunida junto al ciprés sagrado, había decidido por unanimidad ir a la huelga. Los dragones no querían comer más carne humana (ni de otro tipo) por miedo a contagiarse…y se habían plantado. Eran la peste estos humanos, fuesen vasallos o reyes, princesas o caballeros. Más de un dragón caía cada año para satisfacer las necesidades de los creadores de leyendas. Mucha sangre derramada a través de los siglos y demasiados rosales esparcidos en el valle, amén de estigmas y estereotipos nada gratos para la especie. Ellos ya eran pocos (unos cientos), pero no cobardes. Así las cosas, elaboraron un texto con sus demandas. Las principales, que los dragones no muriesen al final del cuento y que no sufriesen, que pudiesen vivir una vida plácida cultivando la tierra, en sus huertos, hasta el fin de sus días y, sobre todo, que no tuviesen que ingerir personas, que daban asco y eran veneno puro para sus entrañas, lo que les provocaba fiebre, vómitos y fuertes cagaleras. Fijados los objetivos, esperaron al 23 de abril, fecha clave de gran circulación de jinetes santos y amoríos, para hacer más presión y llevar en manifestación sus reclamaciones a los cuentistas. Entre grandes llamaradas procedentes de sus hocicos, los dragones se desplazaron desde sus cuevas hasta el ciprés sagrado y, desde allí, hasta el feudo de la fábula, aplaudiendo las soflamas que salían del megáfono de la cabecera. Llegados a su destino, registraron sus propuestas ante la patronal de literatura y fantasías diversas, que consideró un ultraje la acción “violenta” de los dragones, que se sentaron en la plaza y se cruzaron de alas. No tardaron en salir princesitas que solicitaban ser devoradas. Luego, unos caballeros con lanzas y espadas estuvieron intimidando y retando a los manifestantes, a lomos de hermosos corceles. Pero nada. Los dragones no picaron el cebo y aguantaron bien, aunque se produjo alguna que otra escaramuza y se quemó un contenedor de un resoplido mal dirigido. Los cuentistas, entonces, tras tomar una pócima de mándragora, propusieron a los dragones participar en los relatos con gel hidroalcohólico en las garras. Los dragones se tomaron a mofa dicha oferta y gritaron al unísono “Veganismo o barbarie”.
Poco después, fue la barbarie la que triunfó: los dragones fueron hostigados, masacrados y narrados con furia y ensañamiento en las próximas andanzas del medioevo y en los nuevos capítulos de la novela de caballería, obligados a achicharrar y meterse en sus fauces a tutti quanti, niños, jóvenes, maduros y viejos; cabritos y ovejas, hombres y mujeres. Los pocos dragones que resistieron no encontraron nunca más trabajo porque fueron inscritos en listas negras o fueron borrados para siempre, viéndose en la tesitura de comer verdín y coliflores en la clandestinidad. Al fin y al cabo, colorín colorado, nada más humano que un cuento.
La herencia del maltratador
Encarnación Rubio barría las calles de la ciudad, en la urbanización El Ventorrillo, en Cúllar-Vega, Granada. Estaba en trámites de separación de Francisco Jiménez, su expareja, que tenía en aquel momento una orden de alejamiento judicial por agresiones y por haberla amenazado de muerte. Habían tenido tres hijos en común (uno recién fallecido en un accidente de tráfico) y las cosas iban muy mal entre ellos, drama tras drama. Francisco, una mañana de marzo de 2004, cogió el coche, buscó a Encarnación por la urbanización donde trabajaba y, cuando vio a su víctima a tiro, la atropelló a gran velocidad, proyectándola contra un muro. Encarnación, con gran esfuerzo, logró levantarse de la primera embestida. Pero Francisco no tenía bastante y la volvió a atropellar. Luego, le pasó el vehículo hasta tres veces por encima, para asegurarse el tanto, o sea, la muerte, con sumo ensañamiento. Un anciano cercano trató de defenderla y también fue arrollado, saliendo herido. Nada pudieron hacer ya los servicios de emergencia por Encarnación. Descanse en paz. Francisco fue detenido y condenado a prisión, donde murió dos años después por una enfermedad infecciosa. Los recibos que quedaban por pagar del coche que se utilizó de arma para asesinar a Encarnación fueron abonados íntegramente por su hija, Sonia, también barrendera, que, con riesgo de embargo, se tuvo que hacer cargo de todas las deudas que heredó del canalla de su padre.
Más magos que los magos
Cada 5 de enero, en la víspera de la epifanía cristiana de los magos de oriente, en el valle del Rauris, en Austria, unos extraños personajes de origen pagano llamados schanabelperchten recorren el lugar y pasan por las casas para vigilar que éstas y sus cercanías estén en orden y, sobre todo, bien limpias. Si no lo están, abren el vientre de los moradores y se lo llenan con la basura que encuentran, dicen. Los schanabelperchten tienen grandes picos y visten andrajosamente. Llevan unas enormes tijeras para cortar las barrigas, aguja e hilo para coserlas, una escoba para barrer y una cesta en la espalda con los restos de sus incívicas y sucias víctimas.
Que quede aquí como idea para los ayuntamientos con ganas de innovar en el servicio de limpieza. Eso sí que sería mágico.

Recomendación personal y sesgado protocolo para presentaciones
Acuda siempre que pueda a los actos de presentación con la más perfecta de las sonrisas, la afición desatada por el saludo y la mirada de teletienda, la más morrocotuda que posea, con calambre y gusto. No baje nunca las cejas, nunca, pero procure que no se le caiga la baba. No haga bombitas ni masque chicle, por el bien de la estética y del asfalto. En época de pandemia, incluso, puede utilizar mascarilla: evitará la ridiculez de ciertas muecas y ocultará los peores dejes de mal humor. Cuide, asimismo, el lenguaje corporal y los aspavientos, además del aliento (importante). No olvide que las presentaciones de herramientas, vehículos, maquinaria, cachivaches y otros chirimbolos pueden ser divertidas y de gran interés sociológico y político, si bien no tanto como el piscolabis con globos, las inauguraciones faraónicas, los folletos de información institucional, algunos estudios estadísticos o las entregas de ciertas menciones y premios, amén de otras piezas folclóricas del teatrillo de costumbres y de las variadas atracciones de feria que ofrecen nuestros mandamases y pastores preferidos. No pretenda que le vuelvan a presentar las cosas que ya le han presentado antes de sus estreno. No se deje embaucar ni deslumbrar por la razón y la lógica, por el control y el seguimiento posterior. No pegue mocos ni sustancias salivadas en el escaparate o en los bajos del pupitre. Sea flexible, puñeta: estírese como las gomas y chupe bien los caramelitos que le regalen. No sea desagradable.
La impostura del chupóptero
Antes de despedirme sin indemnización y de forma fulminante por causas –me comunicó- económicas, organizativas y técnicas, no se olvidó de verbalizar memorablemente todo un ideario: “Esta empresa no es una ONG. Aquí se requieren buenos profesionales, de primera, que demuestren su valía, comprometidos con la causa y con nuestros objetivos, que expriman sus posibilidades, que den el máximo, que roben horas al tiempo, que no pongan palos en las ruedas, que remen en la misma dirección, desde el vértice de mando hasta el último empleado”. Dejé la fregona en el cuarto de limpieza y me largué con mis bártulos. Me fui de allí, a la cola del paro, a malvivir en la desesperación, mientras él, con su estupendo traje morado, se quedaba supervisando las operaciones de ampliación del despacho que ocuparía el nuevo y flamante fichaje de la empresa, un lince: el hijo del diputado Rochas, al que le gusta lo amarillo y que, en puridad, parece tan tonto e inútil como el mismísimo coordinador de áreas (sobrino del concejal Escudé), el responsable de logística (casado con una conocida dirigente del partido más de izquierdas que la izquierda haya parido), la jefa del departamento comercial (“miss enchufe”, la llaman), la administrativa experta en cizañas (compi de escuela y de juergas de la anteriormente susodicha), el encargado de línea electrónica (cuñado de un destacado picatoste y patán axiomático) o el alcornoque Tobías, de recursos humanos, evangelista burgalés y víctima permanente de la adormidera. También se quedaba por allí, cobrando una pasta gansa, el Product Manager, como él mismo se hace llamar en un acto de orinal, cuyas máximas virtudes, frustrado como está, son 1-chupar el culo de los que le rebasan en altura, que pisotean como desean su quintaesencia de felpudo, 2-humillar sin motivo, a grito pelao, a sus subalternos, a los que, por no perder la costumbre, desprecia con insana rotundidad y 3-mantener una estrecha relación táctil, de naturaleza adúltera y sumamente secreta, con el señor del traje morado, que trata su propia homosexualidad como si fuera una enfermedad deleznable. Fui yo, que paso cantidad de lo que hagan con sus cuerpos y con sus jugos, quien les descubrió accidentalmente en el cuarto de las fregonas, dándose amor y calentura. Sin que me diera tiempo a abrir la boca –que no pensaba abrir-, me encontré de patitas en la calle, por motivos técnicos.
El puesto de limpieza, por lo que me he enterado después, ha sido otorgado honestamente a una prima segunda, algo desdichada y con ambiciones menores, del más honesto y diligente de los políticos de la comarca, cuyo itinerario ideológico se asemeja a una montaña rusa en un terremoto. Un político de nobles intenciones, impecable servidor público en defensa del interés general, que verdaderamente está por la gente, por el pueblo y por solucionar sus problemas, los auténticos problemas, que lo mismo te consigue un abono para el palco del teatro que te coloca al hermano díscolo en la empresa de unos amiguetes que le deben un par de favores. Si no me he muerto antes, ya puede contar con mi voto de cara a las próximas elecciones. Si no me he muerto antes, claro, y si antes, por ahorrarles sufrimiento, no me he tirado por un puente junto a mi familia y a todos mis colegas en paro, con sus miserables ayudas sociales casi agotadas, recortadas hasta la nada por el partido del impecable político bienintencionado: los listos y los que quieren trabajar, con tesón y actitud positiva, no tienen más límite que el cielo; los parásitos, los grandes parásitos, vagos y ociosos como son, que no curran porque no les da la gana y porque aspiran a unas condiciones laborales altamente encopetadas y a un salario -¡oh!- que les cubra como mínimo las necesidades básicas, se van a comer un pimiento. Cigarras versus hormigas…y el cuento de la recompensa del esfuerzo en un entorno podrido y hostil, lleno de hipócritas: la sociedad del talento, el éxito de las mierdas, el clan de los frescales, la anomia tornadiza, descompuesta y consentida de los privilegiados y de los cachorros que no abandonan la camada; la brillantez del agujero negro que todo se lo traga; el sarcasmo de formales, respetables y serios.
Fullaraca
De bon matí, l’escombriaire va fer figa. Normalment, posseïa empenta, torrefacció, força i un cor ben silvestre. Un altre llampec, de sobte, i es va quedar sense esma i sense piles. Quan, després de dies de gota freda, els veïns vam poder obrir un altre cop les finestres de la terrassa, l’home de l’impermeable groc jeia de cap per avall, subjugat per la rosada, entre merda, deixalles i brossa de tota mena; branques, troncs, fulles mullades i lirisme de tardor.
Hi ha ràfegues, borrasques i èpoques de caiguda en què els escombriaires les passen magres i es cagen amb molta honorabilitat presidencial en el vent de llevant, en la Fageda d’en Jordà, en la mare del Tano –climatòleg gitano- i en els rebesavis dels més il·lustres fabricants de botes d’aigua, caputxes i gavardines.
La recollida de residus, escombraries i restes del daltabaix serà selectiva, molla i gairebé mortuòria. La neteja viària es farà amb llanxes pneumàtiques i escafandres. I encara, somrient, ens vindrà a cantar Gene Kelly sota la pluja!