Hoy, primero de mayo, se celebra el Día de los Trabajadores. Esto es así porque en 1886, en esa fecha, el movimiento obrero convocó una huelga general en Chicago, en el estado de Illinois, Estados Unidos, para reclamar mejores condiciones laborales y jornadas de ocho horas, en un contexto fabril de explotación capitalista desorbitada y de represión de cualquier descontento, especialmente si tenía raíz anarquista, cuya fama dinamitera -creada para alimentar el monstruo de la violencia- hacía temblar a los poderes fácticos, que no se andaban tampoco con chiquitas, con el apoyo de fuerzas policiales y parapoliciales. La huelga se propagó por todo el país, pero tuvo el epicentro de las movilizaciones y el conflicto en la llamada ciudad de los vientos, donde durante varios días se alargó la revuelta, que culminó con la masacre de Haymarket del 4 de mayo. Tras los sucesos, explicados ya aquí con anterioridad, fueron detenidas las 8 personas que a la postre serían conocidas como los «mártires de Chicago».
Poco después, una vez detenidos los presuntos cabecillas de los trabajadores (no sin polémica), antes de ser ni siquiera juzgados (aunque todo fuese finalmente una pantomima), uno de los empresarios teatrales más reputados de la ciudad, con gran ímpetu moralizador, dirigió por carta a las autoridades y al juez encargado del caso la siguiente propuesta: «Teniendo en cuenta que ocho de los procesados serán condenados a muerte y que las ejecuciones costarán por tanto al estado la cantidad de 4.000 dólares, me ofrezco a ahorcarlos yo, durante ocho noches consecutivas, en mi teatro, sin retribución alguna». Según tenía previsto el ahorrativo patriota, la obra que iba a estrenar requería en escena una ejecución capital…y el monigote de pega que caía del patíbulo no quedaba suficientemente auténtico: mejor si ponían un anarquista de carne y hueso cada noche de espectáculo, temblando y hasta el último estertor de vida. Además, el morbo era negocio (como ahora), sería un castigo ejemplar para los fastidiosos asalariados (con sus dichosas reivindicaciones), la burguesía y el empresariado local se refocilarían de gusto y no habría que recurrir mucho a la ficción para los efectos especiales. Obviamente, la intervención como extra del verdugo oficial estaba garantizada y se reservaría asimismo un palco del recinto durante las ocho noches a todos los agentes y prohombres encargados de dar fe del cumplimiento de la pena. La insólita y melodramática propuesta del emprendedor que, entre candilejas, creaba pérfida riqueza, no obstante, fue rechazada. El teatrillo y la farsa continuarían por los cauces habituales de la judicatura: cuatro de los reos fueron colgados de una soga hasta la muerte, uno se suicidó en la cárcel (en misteriosas circunstancias) y los otros tres fueron liberados años más tarde, tras demostrarse la patraña en la que se basaban las acusaciones en su contra.