Mártires y basura

“Aquí, en esta ‘república libre’, en el país más rico del mundo, hay muchos obreros que no encuentran sitio en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una existencia triste y miserable. Aquí, he visto a seres humanos buscando la comida del día en los montones de basura de las calles para calmar su hambre atroz”. Así se expresó George Engel, en 1886, poco después de conocer la sentencia que le llevaría más tarde a la horca.

George Engel, desbaratado por la pobreza, dejó su Alemania natal en 1872 y, como otros muchos emigrantes, llegó a Estados Unidos con su hatillo de esperanzas. En América, sin embargo, no encontró la soñada tierra prometida. Se afilió a una organización anarquista e intentó mejorar las condiciones de los de su clase. Defendió las “ocho horas para el trabajo, ocho para el sueño y ocho para el hogar y el recreo”, secundando en Chicago la huelga nacional convocada para el 1 de mayo de 1886, que derivaría tres días después en una masacre con decenas de muertos y cientos de heridos por disparos policiales indiscrimados, tras una multitudinaria concentración reivindicativa para reducir la leonina jornada laboral usual en las empresas hasta entonces y para protestar contra la brutal represión ejercida por las fuerzas del orden durante la movilización en curso, que ya había arrojado varios cadáveres obreros en las puertas de las fábricas. Cuando la concentración del 4 de mayo – celebrada en una céntrica plaza de la localidad y que había transcurrido pacíficamente- agonizaba bajo la lluvia y los asistentes abandonaban el acto, irrumpió en escena la patrulla – con unos doscientos guardias armados- capitaneada por el arrogante John ‘Black Jack’ Bonfield, con el propósito de cargar y disolver a las bravas a los presentes. En la confusión que se produjo, estalló una bomba -de origen indeterminado- y falleció el joven gendarme Mathias J. Degan. Los policías, entonces, la emprendieron a balazos, a tiro limpio, a sangre y fuego, a quemarropa, a mansalva, al bulto humano, al tuntún de la diana, sin escrúpulos, en plan matón. El resultado: una auténtica carnicería. Esa misma noche, casi de inmediato, la ciudad se puso patas arriba, en estado de sitio: militarización, toque de queda, batidas, registros, arrestos, incautaciones, implacables interrogatorios, acoso a los cabecillas; golpes, allanamiento y devastación en los barrios periféricos de la inmigración obrera. La consigna de la fiscalía era clara: «Primero, haced las redadas; después, buscad la legalidad». El capitán Michael Schaack, feroz lobito bueno con uniforme, aplaudido como salvador de las esencias patrias, se colocó las mejores medallas en la persecución de aquella «basura humana» formada por enemigos del pueblo, extranjeros, alborotadores y abyectos artesanos de la dinamita y la nitroglicerina. George Engel fue detenido por su presunta implicación en los trágicos hechos de aquel inicio de mayo turbulento. En 1886 fue condenado a muerte. En 1887 fue ejecutado, junto a otros tres hombres: Agust Spies, Adolf Fischer y Albert Parsons, todos ellos de conocido activismo. José Martí, el líder revolucionario cubano, cubrió como periodista el suceso: “Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro…Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el de Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: ‘la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora’. Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable”.

Engel, Spies, Fischer y Parsons fueron ejecutados por «conspiración de homicidio», por sus puntos de vista, por el uso de un lenguaje incendiario y sedicioso cuyo fin era sembrar el terror, aniquilar el orden público, asesinar a los agentes de la autoridad y, entre otras barbaridades, poner bombas en cualquier lugar transitado por las gentes de bien. Michael Schwab, Louis Lingg, Samuel Fielden (condenados también a muerte) y Oscar Neebe (condenado a 15 años de trabajos forzados) fueron los otros encausados en el mismo proceso judicial, un montaje, una patraña colectiva repleta de múltiples irregularidades, con testimonios falsos, trampas, pruebas amañadas, torturas y traidores pagados, sin las garantías procesales mínimas, en un contexto de agitación, lucha, violencia (violencia oficial, amarilla y patronal incluida) y paranoia política en el que la prensa, sedienta de venganza, actuaba como rabioso perro de presa de los poderes fácticos, esto es, los que controlaban verdaderametne el meollo, los industriales, los magnates y los grandes patronos de una ciudad acostumbrada al más salvaje capitalismo. «Todos los postes de la luz de Chicago serán decorados con el esqueleto de un socialista si es necesario para evitar que se propague el incendio y para prevenir cualquier intento subversivo», publicaba el diario local de más tirada. El fiscal del estado se dirigió al jurado en estos términos: “Señores, declarad culpables a estos hombres, denles un buen escarmiento y salven nuestra sociedad y nuestras instituciones”. Los miembros del jurado, seleccionados uno a uno para castigar severamente en función de los prejuicios justos, al servicio de la causa, no tardaron más de tres horas en emitir el veredicto de culpabilidad, aun cuando no se descubrió nunca quien cometió el atentado que se utilizó como pretexto para endosarles el marrón, un marronazo ejemplar, sañudo y desalentador, en la bandeja fúnebre de los anarquistas.

Antes de morir en el cadalso, George Engel envió una carta al gobernador de Illinois, Richard James Oglesby, en la que proclamaba su absoluta inocencia y rechazaba, por tanto, la posibilidad de conmutar la pena máxima por otra solo en apariencia menor, como la cadena perpetua. “Libertad o muerte. Yo renuncio a cualquier tipo de misericordia”, dejó escrito. No en vano su mayor deseo, tal como afirmó durante el desarrollo del juicio, era que la clase trabajadora pudiese reconocer perfectamente a sus amigos…pero también a sus enemigos.

Hoy, primero de mayo, se celebra el Día Internacional del Trabajo, instituido desde 1889 como jornada obrera por antonomasia, en homenaje a Engel, Spies, Fischer, Parsons y todos los demás condenados en aquel escabroso y despiadado intento de criminalizar por la vía más sucia las movilizaciones sociales de raíz contestataria; en homenaje a los llamados Mártires de Chicago.

1. Durante el juicio, Oscar Neebe recriminó directamente al capitán Schaack su proceder en las redadas policiales. «Se registraron centenares de casas, de las que desaparecieron relojes y mucho dinero. ¿Sabéis quienes son los ladrones? Lo sabéis, capitán Schaack. Vuestra compañía es una de las peores de la ciudad. Os lo digo a la cara y bien alto. Capitán Schaack, es usted uno de ellos, es usted un anarquista según su propia definición, a la manera que usted los concibe».  Schaack rió complacido. Tiempo después, en 1889, los policías John Bonfield y Michael Schaack, grandes protagonistas en la defensa de la propiedad privada, del patrimonio, del sistema y del «interés general» durante los hechos de mayo de 1886, junto a otros oficiales, fueron destituidos por corrupción, pillaje, vínculos ilícitos, proxenetismo, abuso de poder, aceptación de sobornos y comercio con mercancías robadas en su propio beneficio. Se afirmó, incluso, que los policías vendieron objetos personales incautados a alguno de los sentenciados a muerte en el proceso. Michael Schaack gestionaba a su antojo un fondo extraoficial, nutrido por las grandes fortunas de Chicago y que rondaba el medio millón de dólares, con el único fin de combatir la subversión y las organizaciones de trabajadores insurreccionales o descontentas. Denunciaron por calumnias al diario que publicó dichas informaciones. Perdieron la causa. 

2. En 1893, el nuevo gobernador de Illinois, John Peter Altgeld, reconoció que el juicio a los ocho Mártires de Chicago no fue legal – lo que le valió una tormenta de críticas de los sectores más reaccionarios- ni siguió los cauces democráticos exigidos, que el caso carecía de precedentes, que se obligó a unos hombres a ser enjuiciados a la vez, que el jurado fue escogido con la única intención de sancionar a los reos, que el juez  Joseph Gary y el fiscal Julius Grinnell actuaron con notoria parcialidad, malicia y predisposición; que no se probó la culpabilidad de los encausados, que nunca se descubrió a los autores del crimen especificado en el acta de acusación, que algunos de los procesados no habían estado siquiera en el lugar de los hechos objeto del pleito, que se inventaron evidencias, que se torturó, que se pagaron y compraron testigos, que se encerró aleatoriamente a personas para que declararan en una dirección concreta, que se crearon conspiraciones ficticias, que no se respetaron derechos fundamentales como la libertad de expresión o de reunión, que la justicia trataba desigualmente y con más encono a los trabajadores, que los pistoleros de la patronal y los agentes del orden habían cometido previamente espeluznantes asesinatos que nunca fueron investigados, que la policía de la ciudad procedió en numerosas ocasiones sin autorización y apaleó brutalmente a hombres indefensos, que el capitán Bonfield era un ser sanguinario y violento, al que se atribuían las siguientes palabras: «Si algunos de ustedes, los santurrones y misericordiosos, hubieran usado libremente las cachiporras por la mañana, no necesitaría usar el plomo por la tarde». Ante las copiosas anomalías y prácticas fraudulentas, Fielden, Neebe y Schwab fueron excarcelados (no sin polémica) como víctimas inocentes de un error de las instituciones norteamericanas. Lingg, que no era precisamente una hermanita de la caridad, experto en explosivos y el único de los ocho que declaró abiertamente ser partidario del uso de bombas como forma de lucha directa hacia la emancipación de clase, se había suicidado en la celda años atrás, mientras los «honrados y respetables ciudadanos», por un atentado que nunca perpetró, ajustaban en su cuello la soga de la inmundicia social.