La dieta del dragón

La asamblea de dragones, reunida junto al ciprés sagrado, había decidido por unanimidad ir a la huelga. Los dragones no querían comer más carne humana (ni de otro tipo) por miedo a contagiarse…y se habían plantado. Eran la peste estos humanos, fuesen vasallos o reyes, princesas o caballeros. Más de un dragón caía cada año para satisfacer las necesidades de los creadores de leyendas. Mucha sangre derramada a través de los siglos y demasiados rosales esparcidos en el valle, amén de estigmas y estereotipos nada gratos para la especie. Ellos ya eran pocos (unos cientos), pero no cobardes. Así las cosas, elaboraron un texto con sus demandas. Las principales, que los dragones no muriesen al final del cuento y que no sufriesen, que pudiesen vivir una vida plácida cultivando la tierra, en sus huertos, hasta el fin de sus días y, sobre todo, que no tuviesen que ingerir personas, que daban asco y eran veneno puro para sus entrañas, lo que les provocaba fiebre, vómitos y fuertes cagaleras. Fijados los objetivos, esperaron al 23 de abril, fecha clave de gran circulación de jinetes santos y amoríos, para hacer más presión y llevar en manifestación sus reclamaciones a los cuentistas. Entre grandes llamaradas procedentes de sus hocicos, los dragones se desplazaron desde sus cuevas hasta el ciprés sagrado y, desde allí, hasta el feudo de la fábula, aplaudiendo las soflamas que salían del megáfono de la cabecera. Llegados a su destino, registraron sus propuestas ante la patronal de literatura y fantasías diversas, que consideró un ultraje la acción “violenta” de los dragones, que se sentaron en la plaza y se cruzaron de alas. No tardaron en salir princesitas que solicitaban ser devoradas. Luego, unos caballeros con lanzas y espadas estuvieron intimidando y retando a los manifestantes, a lomos de hermosos corceles. Pero nada. Los dragones no picaron el cebo y aguantaron bien, aunque se produjo alguna que otra escaramuza y se quemó un contenedor de un resoplido mal dirigido. Los cuentistas, entonces, tras tomar una pócima de mándragora, propusieron a los dragones participar en los relatos con gel hidroalcohólico en las garras. Los dragones se tomaron a mofa dicha oferta y gritaron al unísono “Veganismo o barbarie”.

Poco después, fue la barbarie la que triunfó: los dragones fueron hostigados, masacrados y narrados con furia y ensañamiento en las próximas andanzas del medioevo y en los nuevos capítulos de la novela de caballería, obligados a achicharrar y meterse en sus fauces a tutti quanti, niños, jóvenes, maduros y viejos; cabritos y ovejas, hombres y mujeres. Los pocos dragones que resistieron no encontraron nunca más trabajo porque fueron inscritos en listas negras o fueron borrados para siempre, viéndose en la tesitura de comer verdín y coliflores en la clandestinidad. Al fin y al cabo, colorín colorado, nada más humano que un cuento.