Thomas Stanton no se sentía nada bien. La toga de juez se le hacía grande y él estaba cada vez más y más flaco. Miles de documentos, muchísimas sentencias e innumerables otrosís. E impartir justicia, claro, que no sólo es ciega sino imposible, sensu stricto, a poco que se sea decentemente humano y humanamente decente. El juez, muy reputado en la concurridísima Nueva York, estaba enfermito y decidió ir al médico.
– ¿Qué le sucede?, preguntó el doctor
– Mi vida no tiene sentido, no tengo tiempo, he perdido el apetito, no puedo dormir, me encuentro fatal, me estoy quedando en los huesos…
El galeno, tras examinar detenidamente el caso y los antecedentes atribulados de aquel hombre de tribunales, le indicó que lo que le pasaba es que se estaba friendo el cerebro, más o menos.
-Usted lo que necesita es una ocupación puramente corporal, hacer trabajar los brazos, las piernas, todo lo que se quiera menos la cabeza, y procurar en lo posible que sea una ocupación al aire libre.
Thomas Stanton estuvo reflexionando sobre lo que le había dicho el médico y, finalmente, decidió romper con todo, abandonar el juzgado y desaparecer de la gran ciudad.
Meses después, en una pequeña localidad cercana a Nueva York, un amigo suyo fue interpelado por un barrendero municipal.
– Oye, ¿no me reconoces?
El barrendero era Thomas Stanton, con excelente aspecto, sin anemia ni dispepsia ni hipocondría, cantarín y risueño durante toda su jornada laboral.
– He escogido este oficio porque reúne las condiciones necesarias para la mejora de mi salud y prefiero ganar siete francos y tener buen apetito a reunir varios miles de francos cada mes y tener que gastarlos en médicos y medicinas.
El caso apareció en la prensa de aquella época (1909) como algo insólito y propio de perros verdes.