En 1967, en noviembre, en pleno sistema de bloques, un soldado raso del Ejército Nacional del Pueblo se afanaba en barrer con escoba las zonas limítrofes entre la Alemania Oriental (RDA), a la que pertenecía, y la Alemania Occidental (RFA), ante la mirada de los centinelas de ambos bandos, armados hasta los dientes. En una de los lugares más peligrosos existentes hasta entonces y que más vidas se había cobrado, en Berlín, el soldado barría con ahínco para dejar el espacio interfronterizo bien limpito. Cuando se aproximó a la raya blanca final que delimitaba ambos territorios, el soldado soltó la escoba, pegó un brinco y se pasó al lado oeste. La maniobra fue tan rápida que los centinelas ni siquiera lograron disparar, ojipláticos como quedaron. Pudo disfrutar, así, sencillamente, de las bondades del capitalismo -¡auj!-, un nuevo edén donde los perros se ataban con longanizas (para algunos). Todo ello gracias a una escoba.