Acuda siempre que pueda a los actos de presentación con la más perfecta de las sonrisas, la afición desatada por el saludo y la mirada de teletienda, la más morrocotuda que posea, con calambre y gusto. No baje nunca las cejas, nunca, pero procure que no se le caiga la baba. No haga bombitas ni masque chicle, por el bien de la estética y del asfalto. En época de pandemia, incluso, puede utilizar mascarilla: evitará la ridiculez de ciertas muecas y ocultará los peores dejes de mal humor. Cuide, asimismo, el lenguaje corporal y los aspavientos, además del aliento (importante). No olvide que las presentaciones de herramientas, vehículos, maquinaria, cachivaches y otros chirimbolos pueden ser divertidas y de gran interés sociológico y político, si bien no tanto como el piscolabis con globos, las inauguraciones faraónicas, los folletos de información institucional, algunos estudios estadísticos o las entregas de ciertas menciones y premios, amén de otras piezas folclóricas del teatrillo de costumbres y de las variadas atracciones de feria que ofrecen nuestros mandamases y pastores preferidos. No pretenda que le vuelvan a presentar las cosas que ya le han presentado antes de sus estreno. No se deje embaucar ni deslumbrar por la razón y la lógica, por el control y el seguimiento posterior. No pegue mocos ni sustancias salivadas en el escaparate o en los bajos del pupitre. Sea flexible, puñeta: estírese como las gomas y chupe bien los caramelitos que le regalen. No sea desagradable.
La impostura del chupóptero
Antes de despedirme sin indemnización y de forma fulminante por causas –me comunicó- económicas, organizativas y técnicas, no se olvidó de verbalizar memorablemente todo un ideario: “Esta empresa no es una ONG. Aquí se requieren buenos profesionales, de primera, que demuestren su valía, comprometidos con la causa y con nuestros objetivos, que expriman sus posibilidades, que den el máximo, que roben horas al tiempo, que no pongan palos en las ruedas, que remen en la misma dirección, desde el vértice de mando hasta el último empleado”. Dejé la fregona en el cuarto de limpieza y me largué con mis bártulos. Me fui de allí, a la cola del paro, a malvivir en la desesperación, mientras él, con su estupendo traje morado, se quedaba supervisando las operaciones de ampliación del despacho que ocuparía el nuevo y flamante fichaje de la empresa, un lince: el hijo del diputado Rochas, al que le gusta lo amarillo y que, en puridad, parece tan tonto e inútil como el mismísimo coordinador de áreas (sobrino del concejal Escudé), el responsable de logística (casado con una conocida dirigente del partido más de izquierdas que la izquierda haya parido), la jefa del departamento comercial (“miss enchufe”, la llaman), la administrativa experta en cizañas (compi de escuela y de juergas de la anteriormente susodicha), el encargado de línea electrónica (cuñado de un destacado picatoste y patán axiomático) o el alcornoque Tobías, de recursos humanos, evangelista burgalés y víctima permanente de la adormidera. También se quedaba por allí, cobrando una pasta gansa, el Product Manager, como él mismo se hace llamar en un acto de orinal, cuyas máximas virtudes, frustrado como está, son 1-chupar el culo de los que le rebasan en altura, que pisotean como desean su quintaesencia de felpudo, 2-humillar sin motivo, a grito pelao, a sus subalternos, a los que, por no perder la costumbre, desprecia con insana rotundidad y 3-mantener una estrecha relación táctil, de naturaleza adúltera y sumamente secreta, con el señor del traje morado, que trata su propia homosexualidad como si fuera una enfermedad deleznable. Fui yo, que paso cantidad de lo que hagan con sus cuerpos y con sus jugos, quien les descubrió accidentalmente en el cuarto de las fregonas, dándose amor y calentura. Sin que me diera tiempo a abrir la boca –que no pensaba abrir-, me encontré de patitas en la calle, por motivos técnicos.
El puesto de limpieza, por lo que me he enterado después, ha sido otorgado honestamente a una prima segunda, algo desdichada y con ambiciones menores, del más honesto y diligente de los políticos de la comarca, cuyo itinerario ideológico se asemeja a una montaña rusa en un terremoto. Un político de nobles intenciones, impecable servidor público en defensa del interés general, que verdaderamente está por la gente, por el pueblo y por solucionar sus problemas, los auténticos problemas, que lo mismo te consigue un abono para el palco del teatro que te coloca al hermano díscolo en la empresa de unos amiguetes que le deben un par de favores. Si no me he muerto antes, ya puede contar con mi voto de cara a las próximas elecciones. Si no me he muerto antes, claro, y si antes, por ahorrarles sufrimiento, no me he tirado por un puente junto a mi familia y a todos mis colegas en paro, con sus miserables ayudas sociales casi agotadas, recortadas hasta la nada por el partido del impecable político bienintencionado: los listos y los que quieren trabajar, con tesón y actitud positiva, no tienen más límite que el cielo; los parásitos, los grandes parásitos, vagos y ociosos como son, que no curran porque no les da la gana y porque aspiran a unas condiciones laborales altamente encopetadas y a un salario -¡oh!- que les cubra como mínimo las necesidades básicas, se van a comer un pimiento. Cigarras versus hormigas…y el cuento de la recompensa del esfuerzo en un entorno podrido y hostil, lleno de hipócritas: la sociedad del talento, el éxito de las mierdas, el clan de los frescales, la anomia tornadiza, descompuesta y consentida de los privilegiados y de los cachorros que no abandonan la camada; la brillantez del agujero negro que todo se lo traga; el sarcasmo de formales, respetables y serios.
Fullaraca
De bon matí, l’escombriaire va fer figa. Normalment, posseïa empenta, torrefacció, força i un cor ben silvestre. Un altre llampec, de sobte, i es va quedar sense esma i sense piles. Quan, després de dies de gota freda, els veïns vam poder obrir un altre cop les finestres de la terrassa, l’home de l’impermeable groc jeia de cap per avall, subjugat per la rosada, entre merda, deixalles i brossa de tota mena; branques, troncs, fulles mullades i lirisme de tardor.
Hi ha ràfegues, borrasques i èpoques de caiguda en què els escombriaires les passen magres i es cagen amb molta honorabilitat presidencial en el vent de llevant, en la Fageda d’en Jordà, en la mare del Tano –climatòleg gitano- i en els rebesavis dels més il·lustres fabricants de botes d’aigua, caputxes i gavardines.
La recollida de residus, escombraries i restes del daltabaix serà selectiva, molla i gairebé mortuòria. La neteja viària es farà amb llanxes pneumàtiques i escafandres. I encara, somrient, ens vindrà a cantar Gene Kelly sota la pluja!
Higiene personal y pública de un paleto
Larry Joe Bird, de tez blanca y ojos azules, nació en 1956, en el seno de una humilde familia donde raramente se cumplen los mejores sueños, en el estado de Indiana (Estados Unidos), con un padre proclive a borracheras monumentales y veterano de la guerra de Corea -que lo dejó perturbado para el resto de sus días-, una orgullosa madre coraje capaz de arañar el suelo por sus hijos y tres hermanos más. Vivió su infancia y su primera juventud entre estrecheces económicas, precariamente, a salto de mata, en French Lick, un pequeño pueblo de apenas unos cientos de habitantes, lejos de las grandes urbes y aglomeraciones. Allí, cuando disponía de tiempo y las múltiples tareas de aquel entorno rural le dejaban, jugaba a béisbol y a baloncesto, deporte para el que tenía especial talento, como demostró en su instituto. Luego, Larry se echó una novieta que quedó embarazada: nuevas preocupaciones y una boca más que alimentar. Más tarde, probó suerte en una universidad de ínclita fama. Su estancia allí duró menos de un mes. No soportó el ambiente cosmopolita, elitista y cultureta del campus, en el que se sentía inferior, pese a medir más de dos metros y ser un buscabroncas en cualquier pista. Le llamaban “el paleto de French Lick”. Y decidió volverse al pueblo, donde consiguió un empleo como operario de limpieza urbana. «Me encantaba ese trabajo», comentó tiempo después. «Era al aire libre, estaba con mis amigos. Sentí que realmente estaba logrando algo en mi vida. ¿Cuántas veces estás dando vueltas por tu ciudad y te dices a ti mismo: ¿Por qué no arreglan eso? ¿Por qué no limpian las calles? Aquí tuve la oportunidad de hacer eso. Tuve la oportunidad de hacer que mi comunidad se viera con mejores ojos”. Larry recogió muchas bolsas de desperdicios para encestarlas en el camión de recogida. Y afinó aún más su puntería.

Larry Joe Bird, más conocido como Larry Bird, tras el suicidio de su padre y otros tristes avatares, dejó los quehaceres de limpieza que tanto le habían enseñado, volvió a la universidad (a otra más mundana) y triunfó en el mundo del baloncesto, sobre todo en los años ochenta del siglo pasado Está considerado unos de los mejores jugadores de la historia, con tres anillos de la NBA y una medalla de oro olímpica junto al llamado “Dream Team”, aquel equipo de ensueño, casi de dibujos animados.
Un esqueleto en la basura
Dos barrenderos de Valencia encuentran una maleta de gran tamaño mientras prestan su servicio, junto a unos cubos de basura. Estamos en 1977. Como el hallazgo les resulta extraño, deciden abrirla. Estupefactos, contemplan que la maleta contiene un esqueleto humano, con los huesos perfectamente numerados y etiquetados. Cráneo, húmeros, fémures, etcétera. Se llevan un susto de muerte. Se quedan calaveras dentro del uniforme. Corren espantados hacia la comisaría de policía para explicar lo sucedido. Se monta un buen bochinche.
Tras las pertinentes averiguaciones, se aclara el caso. La maleta pertenecía a un estudiante de medicina que usaba el material óseo para actividades formativas. El tipo, incumpliendo varias normativas, se había desecho del esqueleto porque ya no lo usaba…ni siquiera para caldo. No lo reutilizó ni lo recicló.
Tirar la basura
Desde que se decretó el estado de alarma por motivo de la Covid-19 ningún picatoste o político importante ha comentado que tirar la basura era una de las actividades permitidas, cualesquiera que sea la fase en la que se esté del presente galimatías jurídico. Todo el mundo lo ha sobreentendido, pero nadie lo ha publicado en el BOE. Tampoco ha sido motivo de polémica en los rifirrafes entre gobierno y oposición. Sacar la basura de casa a la calle para depositarla en el lugar de recogida correspondiente no parece tema de debate. Se da por hecho que hay que limpiar y deshacerse de los desperdicios, de lo sobrante, de la llamada suciedad, restos, barreduras e inmundicias, aunque ello sea incluso discutible en una economía circular plena. Sí que se determinó que la recogida de residuos era una actividad esencial…y se acabó por aplaudir también a sus profesionales, con más o menos hipocresía. Sí que se indicaron instrucciones para gestionar los desechos presuntamente contaminados por el virus de forma correcta, aunque vistas las enormes cantidades de mascarillas y guantes desperdigados por el suelo no parece que se tuvieran y se tengan demasiado en cuenta. La cuestión, en todo caso, es que nadie ha dispuesto hasta ahora que se puede ir a la calle a tirar la basura, en distintas franjas horarias, con distintas bolsas de separación en origen, reciclando o no, hasta la zona de depósito más cercana -no a kilómetros de distancia-, sea en un sistema de contenedores u otro. No se ha recogido la casuística relativa a la materia. Por ello, los que únicamente salimos a sacar la basura nos encontramos en un supuesto no regulado, en la más absoluta alegalidad, lo cual tiene consecuencias claras. Así las cosas, habitamos en un inframundo en el que deportistas, niños, abuelos, trabajadores y otros colectivos son vistos con cierta compasión por el reciclador (o no) de turno. Nosotros sacamos la basura cómo y cuando nos sale del chirri o del nabo, según el sexo. Y aunque, para expandir la pandemia, todo quisqui procura incumplir todas las normas posibles -porque somos lobos (ibéricos) para el hombre-, nosotros, seres libres en tanto que no legislados, nos venimos arriba. Y dejamos las bolsas fuera del contenedor adecuado. Y dejamos muebles y trastos viejos en las zonas aledañas. Y no barremos nuestra puerta pero nos quejamos de los servicios de limpieza, como si mantener limpio el entorno fuera únicamente su responsabilidad. Y, si hace falta, lanzamos la mierda desde el balcón a la acera. Y somos felices así. Resistiremos. Todo saldrá bien.
Sobre mi madre
Mi madre ya no ejerce de madre. Ella está todavía por aquí, pero como si no estuviera. No conoce a sus hijos. No conoce a su marido. No conoce a su nieta. No conoce a nadie. No se conoce ni a sí misma. Padece alzheimer.
Mi madre apenas fue a la escuela, pero sabía leer. De hecho, sigue leyendo, pero no comprende lo que lee. Se queda con el continente, no con el contenido. Si le preguntas qué ha leído, no responde, porque no puede responder. No retiene ni un segundo lo que acaba de decir. Nunca.
Mi madre llevaba firmemente las riendas de su casa. Era capaz de controlar todos los aspectos de la rutina diaria. Ahora no controla ni los esfínteres, a veces. Sobrevive en una residencia de ancianos, donde depende totalmente de sus cuidadores (perdón, cuidadoras, sobre todo).
Mi madre usa gafas, desde hace años, pero si se le pierden es imposible que se las gradúen correctamente. No entiende las instrucciones ni hacia dónde apuntan las líneas de la E.
Mi madre, que era un rayo y pellizcaba impunemente a sus retoños por debajo de la mesa cuando éstos hacían alguna trastada, permanece en un limbo en el que se tiende a la melancolía. Las lágrimas corren por sus mejillas asiduamente, lágrimas cuya causa no alcanza a expresar.
Mi madre no aplaude a los sanitarios. Está confinada dentro del confinamiento por culpa del Covid, sin salir apenas de la habitación. Varias son las jaulas que lleva encima.
Mi madre, sin embargo, pinta y colorea dibujos en hermosas libretas. Y canta mucho, muchísimo, muy bien. Curiosamente, no ha olvidado las canciones, coplas casi todas. Incluso, de tanto en tanto, tiene reminiscencias del pasado, desarboladas, incoherentes, surrealistas, deslavazadas… Y, de tanto en tanto, parece una persona en plenitud.
Mi madre impresiona. A su manera, siempre lo hizo.
A la calle
Hoy, tras cuarenta y tantos días de confinamiento, los niños de todo el estado español han salido a la calle. Y si hay una calle especial para los niños, desde hace más de cincuenta años, esa es la universal Sesame Street, donde pululan personajes tan entrañables como Caponata, Coco, Epi, Blas, Gustavo, Elmo, Triki y, mi preferido, Óscar el gruñón, que vive dentro de un cubo de basura y es un auténtico cascarrabias, tanto que evolucionó del naranja al verde. Tiene el sitio hasta un recolector de residuos propio, Bruno, otro dislate de marioneta. No hace falta explicar mucho sobre Sesame Street: es el programa televisivo infantil más longevo y suma y sigue, multipremiado, de factura estadounidense pero versionado en infinidad de países, ideado por el titiritero Jim Henson y con un contenido pedagógico y de calidad incuestionable.
Un año después de la primera emisión del programa, no obstante, en 1970, el estado sureño de Misisipi (EEUU) se planteó su prohibición –que no prosperó en los tribunales, afortunadamente- por su preponderante y nociva inmoralidad, ya que en él aparecían -¡glups!- monstruos, presuntos muñecos homosexuales, mujeres solteras e independientes, blancos junto a negros, asiáticos y latinos, todos mezclados…Y porque su elenco protagonista estaba altamente integrado por niños, que salían a divertirse y -arriba o abajo, cerca o lejos- circulaban libremente por la famosa calle.