El niño Robert Crumb, con sus hermanos, rebuscaba cosas en la basura. Así lo cuenta el propio Robert en la película Crumb (1994), dirigida por Terry Zwigoff y producida por David Lynch. “Una vez Charles –el mayor- trajo algo del contenedor, un camión de los helados de madera que yo ansiaba y que él no me dejaba tocar”. Cuando la madre intercedió para que Charles prestara a su hermanito el juguete que había encontrado, el primogénito no opuso demasiada resistencia: hizo añicos el camión de madera contra un muro y, entonces, le dejó jdugar hasta que se hartara con los fragmentos.
Robert Crumb, estadounidense, nacido en 1943, es un juglar alto, flaco y miope, de enormes lentes. Siempre está dibujando. Marginal, extravagante, escurridizo, misántropo. Fetichista, tecnófobo, contradictorio, inadaptado. Tranquilo, ocurrente, separado y desgajado. Risueño de la carcoma interior, sin romanticismos, onanista compulsivo, asqueado de la mediocridad borreguil circundante, con fijación por las mujeres, sazonado de misoginia. Tomó LSD, reniega de los laureles que le coronan, toca el banjo -muy bien- y colecciona discos viejos de 78 revoluciones: “Escucho música antigua…de las pocas veces que tengo amor por la humanidad”. Robert es uno de los grandes del llamado cómic underground. Ilustrador, historietista de fanzines y revistillas contraculturales, azote de la gran farsa, de lo políticamente correcto, del american way of life, de la comercialización disparatada del hueso de unicornio: “Todo el mundo es un anuncio ambulante”. Pese a quien pese, aunque se crea lo contrario, los hippies, el rock y la psicodelia nunca fueron lo suyo. Hasta la mismísima Janis Joplin, voz en traca, le recomendó para superar sus problemas con las mujeres que se dejara crecer el pelo, que se vistiera a lo jipilón florecilla y que se fuera a vacilar a un parque. Robert nunca siguió su consejo.
La familia Crumb -ríete del desencanto de los hermanos Panero- queda retratada en el documental de Zwigoff. El padre era un tipo rígido que nunca sonreía en casa y que hubiese deseado tener un hijo marine. La madre, puritana católica, como una chota, se pasaba las horas buscando gatitos y anfetaminas. Charles, el hermano que le destrozó el camión, el más impopular durante su etapa en el instituto, ermitaño, recluido, talentoso y consumado lunático, se suicidó al año de acabar el rodaje, completamente abandonado de sí mismo: “Nunca estoy estreñido. Es todo lo que puedo decir de mí”. Maxon, el otro hermano, vive en un hotel de mala muerte, sale a mendigar a la calle con un cuenco, persigue a las jóvenes para quitarles los pantalones en público y se pasa horas sentado sobre una cama de clavos, como los faquires. Emocional y sexualmente, todos se criaron en la escuela del rechazo y en una de las más puras represiones.
Robert Crumb, perro verde, con todos sus arañazos en la espalda, logró, más o menos, escapar del derrumbe total y se quedó en locatis adverso, en los trazos gruesos de la frontera de la disparidad, pululando en las esquinas clarividentes de lo grotesco, dibujando en los asideros del precipicio, rotulando el hilarante desequilibrio, siempre con voluptuosos contornos. Eso sí, internacionalmente reconocido y con capacidad de generar suculentos dividendos:“Hay gente que toma mi trabajo demasiado en serio. Y cuanto más en serio me toman, más dinero gano”. Crumb reside actualmente en el sur de Francia, en un pueblecito medieval con bonito río, en una enorme casa señorial de piedra, ideal bohemios urbanitas con fantasías campestres o alienígenas. Ha publicado una obra de inspiración bíblica en múltiples países. Resiste como un jabato de garabato, no obstante, en el más vibrante y periférico de los submundos, infectado por el virus de las nalgas femeninas sobre piernas escandalosamente robustas.