El ladrón roba un taxi, ese vehículo camuflado, y se da a la fuga, a todo trapo, sin mirar el taxímetro. Ocurre en 1988, en Terrassa. Inmediatamente, enterados de la pérdida sufrida por su compañero de fatiguitas y callejeo al volante, ocho taxistas egarenses, con sólidos valores de emisora y más ganas de carabirubí que el mismísimo Fary, se organizan y salen a buscar al delincuente, sedientos de venganza y, como Travis Bickle, capaces de “cortar por lo sano” y “hacer frente a la chusma” sin requerir presencia policial. Le persiguen por toda la ciudad, que afortunadamente para las suspensiones de los coches no es San Francisco, y le consiguen acorralar en un barrio. El ladrón, à bout de souffle, abandona el taxi y escapa a pie, emulando a Benny Hill en la cadencia de pisadas. Los taxistas, con licencia para caracolear por las ondas del Justo Molinero, recuperan por fin el vehículo. ¿Solidaridad? ¿Corporativismo? ¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a mí?