Divina y hacendosa

Sueca, pero no como las suecas del carpetovetónico landismo, Greta Lovisa Gustafsson, actriz, en adelante Greta Garbo, distante y divina, ambigua y enigmática, mística e independiente, era hija de un barrendero borrachín y de una limpiadora de hogar… Y, ¡alehop!, forjó un carácter impenetrable y recóndito, con el polvo sentimental y privado bajo la alfombra de los secretos que, por delicadeza higiénica y buenos modales, nunca se sacude fuera de la propia casa.  

Greta Garbo nació (1905) en la isla de Sodermalm, en Estocolmo, y no pasó una infancia especialmente alegre y abundante. Trabajó en una peluquería, vendiendo sombreros y probando pastelillos, en plena adolescencia. Luego, llegó el cine. Descubierta por Mauritz Stiller, un director cazatalentos que le enseñó el arte de mirar estiradamente y la obligó a adelgazar por el ojo donde cabe el bramante; saltó el charco y aterrizó en Hollywood de la mano de Louis B.Mayer, el famoso productor. Depiladas las cejas hasta el mínimo trazo, Greta se convirtió en una gran estrella del celuloide, la que mejor quedaba en los primeros planos, la cautivadora de rostro helenístico pero escandinavo, la de perfectos perfiles, de voz andrógina (cuando surgió el sonoro) y enorme precipicio espiritual; gélida, marmórea y lejana como el auténtico glamour, sin aristas, profesionalmente contenido pero de vislumbre emocionante, en blanco y negro. Rodó una veintena de películas y sólo un par de comedias. Con el estreno de Ninotchka (1939), poca broma, con  Lubitch tras la cámara y un joven Billy Wilder como guionista, se publicaba aquello de “la Garbo ríe” porque hasta entonces, presa del sacrificio hierático, de la tragedia, de los papeles amargos y de las mujeres fatales, casi nadie la había visto romper a carcajadas. Curiosamente, se desternilló interpretando a una estricta soviética de hoz y martillo que sucumbía en París a los encantos de un vivales capitalista: ¡qué divertido y libre era el capitalismo!, cuando había plata, corriente electrógena en el rodaje, claquetas y un hermoso decorado romántico. A los 36 años, en la cima del éxito, con fortuna ya acumulada, Greta Garbo se retiró a su apartamento de Nueva York y no volvió a actuar; huyendo de los paparazzis, oculta tras gafas oscuras, sin prodigarse en saraos, sin grandes ostentaciones, sin mostrar demasiado la patita, como una Marisol o Pepa Flores cualquiera por la costa malagueña, alimentando el mito, la esquiva aureola de los ausentes y el insalubre huroneo de los gacetilleros más depravados.

Greta, pese a las habladurías, siempre fuera de alcance y temerosa de las multitudes, nunca se casó y nunca se adaptó a la vida de Hollywood. “Nunca pedí que me abandonaran, sólo dije que quería estar sola: hay una gran diferencia”. La Garbo, con su determinante artículo por delante, no hacía publicidad, no firmaba autógrafos, no iba a los estrenos, no concedía entrevistas. “Es cruel molestar a la gente que desea que la dejen en paz; para mí, eso es asesinar la belleza”. Tampoco recogía los premios y las condecoraciones, ni siquiera el Óscar honorífico que le otorgaron en 1954, frenada por su pavor patológico a la densidad demográfica y a las relaciones intrascendentes del famoseo. “No soy tímida, no soy asocial. Hablo con facilidad con la gente que conozco, pero no me interesa la vida oficial. No me gusta aparecer en periódicos y revistas. No me gusta verme expuesta”. Greta Garbo interpretó en la pantalla a la reina Cristina de Suecia, aquella reina ilustrada y conversa que no se rindió al matrimonio de conveniencia – tal como le reclamaban los demás aristócratas – para perpetuar la dinastía; aquella reina que abdicó voluntariamente y sin dar muchas explicaciones, que es lo mejor que se puede comentar de una reina. “He sido un símbolo toda mi vida; estoy cansada de ser un símbolo. Deseo ser un ser humano”, decía la soberana del film cerca del trono. Y añadía: “Os agradezco vuestra lealtad, pero hay una voz en nuestras almas que nos dice lo que debemos hacer y la obedecemos. No tengo otra elección”. Problemas de intimidad, confianza y conciencia, similares a los de la actriz sueca, que también hizo de Ana Karenina y de Mata Hari, ambas con final prematuro y tormentoso. Greta Garbó murió en 1990, a los 84 años, aunque su imagen, gracias a los trucos de escapismo escurridizo del repligue doméstico, permanece inalterable; joven, seductora y flamante como las calles sin tránsito recién regadas, con las barreduras recogidas, en una atmósfera limpia donde no se levantan nocivas e innecesarias polvaredas porque sí. “Los periodistas son la peor raza que existe”, llegó a afirmar rotundamente. Y, con el coloreado periodismo practicado en los cochambrosos alrededores, razón no le faltaba, no. No le faltaba razón.