Los hombres grises llegaron a la ciudad de Beppo, el viejo barrendero, para optimizar las actividades de sus habitantes y eliminar aquéllas superfluas, inútiles e innecesarias. Ellos, los del Banco del Tiempo, siempre con bombín y cartera, siempre ocupados, indeterminados, desconocidos, fríos, incansables, agentes del miedo, adiestrados en la humareda falaz, quieren acaparar y robar todos los segundos de las vidas ajenas: “el tiempo es dinero”, “están ustedes perdiendo su tiempo”. Los hombres grises, en una conquista callada, insensible y sin resistencia, tienen impresionantes planes para la perdurabilidad y no quieren distorsiones en su mensaje: el interés general requiere de precisión aritmética. Los hombres grises elaboran cuentas y más cuentas para demostrar que la gente despilfarra, que no se esfuerza, que se pierde en vericuetos improductivos, que no hace las cosas bien, que no sigue hábitos saludables, que no sabe cómo invertir, que es la principal responsable de su desgraciada ineficacia para transitar cabalmente. Los hombres grises conforman una hermandad selecta y, con criterios financieros, almacenan las reservas temporales de los insensatos lugareños, incrementando incluso los recursos futuros de éstos, que se cobrarían en el brillante porvenir de lo etéreo, para ser alguien, para tener algo de veras, en alguna ocasión. “De eso nos ocupamos nosotros. Puede estar usted seguro de que no se perderá nada”, decían los agentes de tan peculiar entidad.
Hasta la llegada de aquellos impasibles individuos, Beppo amaba su trabajo: barría las calles con inspiración y constancia, artesanalmente, pensando en el instante siguiente, con un horizonte terrenal, satisfecho de la calidad de sus golpes de escoba, sin agobio, sin cansancio. Luego, cuando el Banco del Tiempo había destrozado ya los sueños de casi todos lo ciudadanos, hipotecados en un espejismo, le ofrecieron una generosa oferta: salvaría a su más querida amiga si trabajaba en silencio absoluto y no criticaba la profesionalidad chupóptera de los hombres grises. A modo de rescate, además, debería pagar la suma de cien mil horas de su tiempo, cien mil, sin deducciones. Pero tan ventajosa oferta era ya irrechazable. Beppo, entonces, barrió a toda prisa, haciendo excepcionales sacrificios, aumentando la carga, sin descanso, sin dormir, sin pisar nunca su hogar…Tenía que ahorrar las cien mil horas del rescate. Envejeció más rápido, se le agrió el carácter y acabó petrificado, consumido y sin ayudas. Todo por los hombres grises, «que apreciaban el tiempo como las sanguijuelas aprecian la sangre». Beppo «sentía con dolorosa claridad que con ello renunciaba y traicionaba su más profunda convicción, más aún, toda su vida anterior, y eso le enfermaba y le llenaba de odio”. El viejo barrendero todavía tendría que esperar un milagro, preferiblemente de jóvenes tranquilos y dignos, imperecederos.
PD- Esta historia se puede encontrar en la novela Momo, de Michael Ende, en la que el verdadero rescate lo protagoniza una niña con el don de escuchar.