New York, New York

En la segunda década del siglo XX, como dos inmigrantes más, en la compañía de Fred Karno, los británicos y después famosísimos comediantes Charles Spencer Chaplin (Charles Chaplin, Charlot) y Arthur Stanley Jefferson (Stan Laurel, El Flaco) cruzaron juntos el Atlántico y llegaron a la isla de Ellis, cerca de la Estatua de la Libertad, en Nueva York. Los dos cómicos interpretaron a barrenderos en sus películas, a barrenderos vestidos de blanco, como también hizo el gran humorista estadounidense Buster Keaton. En una celebrada e inolvidable obra maestra como City Lights (Luces de la ciudad) encontrarán una escena en la que Charlot aparece sin sus habituales harapos, sin bombín ni bastón, pero con un inmaculado uniforme lactescente de trabajo y, en la cabeza, un disparatado salacot o casco a lo bobby, empujando un carrito de mano, con cubo y pala, recogiendo los desechos del suelo para ganarse el jornal y ayudar así a una desdichada y enferma florista ciega -¡snif!-, a punto de encontrarse con un grupo de caballos y, sorpresivamente, con un elefante en plena calle.

chaplin barrendero

Stan Laurel. barrendero

Buster keaton

Unos años antes, en 1903, vestidos también de impoluto y riguroso blanco, y quizás en la primera filmación cinematográfica que se conserva de un colectivo dedicado íntegramente a la limpieza, los barrenderos de Nueva York fueron captados en un desfile de visos militares por la cámara de Thomas Alva Edison, el gran inventor que, enfrascado en la llamada “guerra de las corrientes”, promovió y financió la electrocución del elefante Topsy y, para no quedarse corto, la creación de la silla eléctrica, cuya siniestra y ausente comicidad se estrenó en 1890, cerca de la Gran Manzana, gracias a Edison, a Harold Brow y a la estrella invitada, el preso ejecutado, William Kemmler, el primer asesino que fue asesinado con voltaje inhumano, con -¡snif!- beneplácito gubernamental.

Porque en 1890, sin duda, Nueva York era un lugar pestilente, lleno de mugre y despojos de todo tipo, corrompido hasta el tuétano. Cuando los temporales del crudo invierno azotaban la metrópoli, la situación se agravaba hasta límites insospechados: cuerpos de personas y otros animales cuadrúpedos quedaban sepultados en una mezcla de lodo, grasa, residuos, hollín, nieve y hielo contaminado. En las épocas de calor, no obstante, el polvo era irrespirable, las heces se sentían en todo su esplendor, la podredumbre se aceleraba, los productos tóxicos pululaban sin freno y las excreciones industriales inundaban el mar y los ríos de la “Tierra de las Oportunidades”. Grandes montañas de basura permanecían sin retirar durante días, semanas, meses. Zonas malolientes, restos putrefactos, fuentes y baños infectados, vertidos en arroyos, humedales, lagunas y barrancos; escoria, insalubridad, mierda por doquier, sobre una superficie oculta a la vista. Como bien sabe Martin Scorsese, entre La edad de la inocencia y Gangs of New York había un trecho de difícil composición paisajística, de insectos revoloteando, entre los tenements del crisol de razas y los selectos clubs para caballeros elegantes, entre los andrajosos recién instalados y los nativos con arraigo como colonizadores de los extintos asentamientos y espacios de las tribus algonquinas. Y la fortuna (la mala) se cebaba con los intrincados y enormes hacinamientos de la nueva inmigración: cada diez años, la ciudad duplicaba el número de habitantes. En esas circunstancias, la basura se erigía como cuestión social de primer orden y el más acuciante problema de seguridad. Si las tasas de asesinatos, homicidios y delitos de sangre eran altísimas, la mortandad asociada al riesgo de enfermedades y epidemias aún era mayor. Jóvenes y muchachos, por unos pocos centavos, apartaban los montones de desperdicios acumulados para que las felices parejas con posibles cruzasen ciertos bulevares hacia su dulce vertedero de amor, por una senda más o menos despejada. Solo se recogía lo que era rentable, lo que las clases acomodadas decretaban para mantenerse en el limbo, lo que los contratistas privados rebañaban en beneficio propio, lo que el poder establecido no podía desdeñar: grandes arterias, avenidas comerciales y residencias de los plutócratas y, como mucho, de sus segundos de a bordo. La maquinaria política de Tammany Hall, de marca demócrata, dominaba el cotarro de la soberanía popular desde mitad de la centuria: elecciones fraudulentas, servicios ilegales, sobornos, extorsiones, saqueos millonarios a la tesorería, tráfico de influencias, compra de votos, enorme red clientelar como sistema de asistencia contrastado. Bajo su varita de mando, el saneamiento y la limpieza pública tomaron un camino más que previsible: prebendas, tajadas, distorsiones, ejecuciones de obra con trapicheos de pasmo, adjudicaciones al capricho, comisiones de potosí, financiación de pellizco y rapiña. El resultado: caos, dejadez, desorganización, abandono, pasividad, negligencia, equipos obsoletos, actuaciones a salto de mata, sin programación regular, concentración de recursos en sectores mínimos y mínimas prestaciones: porquería, cochambre e inmundicia hasta las trancas.

El Departamento de Limpieza de Nueva York se creó en 1881. En 1886, se inauguró la Estatua de la Libertad. Y la libertad como impunidad parecía plena para los chicos de Tammany Hall, mientras los neoyorkinos permanecían presos de la suciedad, la hediondez y la descomposición. Se continuó con la misma inercia, con el mismo empuje, con la misma desidia, con una selección del personal de limpieza viaria y recogida de residuos basada en criterios políticos, con una promoción interna ligada al interés personal, los lazos afectivos y las alianzas electorales. Los votos y la fidelidad eran fundamentales para hacerse un camino en el barrido y garantizarse el sustento, bajo supervisión del partido. Los amigos acaparaban los puestos técnicos y de mando, conscientes del favor, místicos del trofeo laboral conseguido y aclimatados en la indolencia de la merced oficial y oficiosa. Sin embargo, las cosas iban a cambiar en breve, con la llegada temporal de un gobierno de republicanos (los del elefante), que tampoco eran mancos en el esparcimiento corrupto. William Lafayette Strong consiguió la alcaldía de Nueva York en 1895 y quiso otorgar el cargo de comisionado de limpieza a Theodore Roosvelt, futuro presidente de Estados Unidos y padre fundador reconocido de la palabra muckrakerque este blog agradece admirativa y póstumamente– para referirse a los periodistas que removían la mierda, buscaban entre la basura y utilizaban la pluma como un «rastrillo de estiércol», pero éste lo rechazó y se quedó con el departamento de policía: prefería perseguir a ladronzuelos por los bajos fondos antes que asumir cualquier responsabilidad en el saneamiento municipal de aquella inmensa y concurrida pocilga. La plaza fue ofrecida entonces al coronel George E. Waring, un veterano de la Guerra de Secesión, que había combatido en el ejército unionista, comandado fuerzas de caballería; un tipo perfecto para el higiénico cometido de carga a discreción, al galope.

George E.Waring era un hombre recto y ordenado, de esos que lucían un meticuloso bigotillo, ingeniero, riguroso pero con influjo paternalista, preocupado por la salud pública y por las epidemias de cólera y fiebre amarilla que fustigaban las grandes concentraciones urbanas del país. Había participado en el proyecto de drenaje de Central Park y se había labrado una reputación como brillante paladín del alcantarillado: en Memphis, logró mejorar las condiciones de salubridad de la ciudad gracias a un novedoso sistema que impedía que los residuos y las aguas domésticas se mezclasen con las pluviales y las de origen natural, con ríos subterráneos, pozos, fuentes y pantanos. Cuando accedió al cargo como máximo responsable del saneamiento de Nueva York, tenía claro que su experiencia guerrera no caería en saco roto. En dos años y medio –el tiempo que estuvo en el puesto-, la gestión de la recogida de residuos y la limpieza viaria dio un auténtico vuelco. Asumió todo el poder de decisión en ceses y nombramientos, otorgó rango prioritario a su ingente tarea de enmienda a la totalidad, como asunto básico de dimensión cívica; prohibió el vertido de residuos en el mar y en los muelles, implantó un rudimentario sistema de reciclaje de obligado cumplimiento (cenizas, restos de comida, trapos y papel…), introdujo métodos sistemáticos y racionales, potenció la formación, la disciplina y los valores profesionales, fomentó la concienciación familiar a través de ligas juveniles, modernizó recursos, materiales, establos y lugares de uso; extendió el servicio a tugurios y arrabales, apostó por la calidad manual frente al proceso mecanizado, orientó la actividad a la consecución de objetivos planificados de antemano, incrementó el rendimiento, minimizó las interferencias y el clientelismo político, procuró el reaprovechamiento financiero, se enfrentó a intereses de comerciales, concejales y líderes de distrito aficionados a las mordidas… En las relaciones laborales, también dejó su impronta: reorganizó el departamento en batallones jerarquizados con enfoque militar y nítida cadena de mando, rebajó salarios -¡qué soberana innovación!-, constituyó un procedimiento de presunta representación obrera y sindical –la apariencia de interlocución válida siempre resulta fundamental para desactivar molestas resistencias: chivatillos, pelotas de confianza y espías que bailaban al son del sable de mando- y apostó -¡viva la integración altruista y multicultural de los emprendedores!- por la masiva presencia de inmigrantes pobres (especialmente italianos) como peones de calle, amén de su postura favorable a la contratación de mujeres extranjeras y niños por el bajo coste de su fuerza de trabajo, en programas especiales. Pero ya se sabe que el fin justifica los medios (para algunos) y, al menos, el coronel Waring era hijo de su época, consiguió resultados visibles, defendió con tesón la función social y la ciudadanía de sus particulares y recicladas tropas, entregó zanahorias según la dedicación, el mérito y el esfuerzo (con voluntad de imparcialidad en el campo castrense) e intentó “poner un hombre en lugar de un elector en el otro lado del mango de escoba” y que el departamento no estuviese “estrangulado por el control partidista”. Para ello, se deshizo de capataces y superintendentes estacionados en la regalía, buscó a personas jóvenes y sin costumbres en el favor para los puestos de mando, técnicamente capacitadas y más o menos honestas, y repudió a oportunistas, chusma zascandileante y borrachos habituados a pasar el rato por el trago posterior en la taberna. “Dignidad y respeto”, ese era el lema de un comisionado con bigote, pulcro y aseado, que se ganó el apodo de “apóstol de la limpieza” y, durante su estancia en el cargo, en un santiamén, ganó una batalla que se antojaba casi imposible: Nueva York pasó a ser una de las ciudades más limpias del mundo, en un éxito paquidérmico que redujo considerablemente el índice de mortandad. En 1897, Tammany Hall volvió al poder y volvieron los vertidos al océano y, poco a poco, también las demás viejas prácticas, aunque tamizadas por la presión del asombroso cepillado que llevó a cabo el ejército de tres mil barrenderos y basureros del milagroso coronel, conocidos como “White Wings”, alas blancas, por el color de su indumentaria.

Para simbolizar la higiene, la limpieza y la pulcritud, y para inducir el orgullo barrendero, el comisionado Waring pensó que los trabajadores del sector tenían que llevar un uniforme siempre en estado de revista, que suscitara el respeto del público. Consideró -a diferencia de las mujeres que hacían la colada a tan suntuoso destacamento masculino- que el blanco, asociado a la pureza, a la sanidad y a la profilaxis, era el color perfecto para tal empresa y para reproducir el orden marcial de la marina en los fantásticos y ostentosos desfiles –otra descacharrante idea del coronel- que el cuerpo realizaría anualmente por la Quinta Avenida, desde 1896. Por ello, el blanco nuclear o de marfil elefante -hoy en día harto improbable- se instituyó como color de referencia para los barrenderos neoyorkinos…y por eso Charles Chaplin o Stan Laurel (como antes hiciera Buster Keaton en sus sueños más imposibles) se vistieron de punta en blanco para caracterizar a sus personajes…y por eso Edison los grabó así de atildados (con su llamativo casco) en una monótona marcha de corte militar. “Estos hombres luchan a diario contra la suciedad y están defendiendo la salud de todo el pueblo”, dijo de los «White Wings» municipales George E. Waring al abandonar su cargo, en 1897. Un año después, murió en la misma ciudad de Nueva York, tras contraer la fiebre amarilla -paradojas del destino- durante un viaje motivado por sus impecables éxitos profesionales en el saneamiento urbano, como apóstol y como ángel custodio de la salubridad.