(Dedicado a Corinna)
Juan Carlos Emeterio Cuesta era barrendero cuando Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, nuestro sempiterno monarca campechano y casi republicano, ahora emérito, visitó Euskadi a principios de febrero de 1981, aquel mes convulso de tricornios en el parlamento de la “joven democracia”. El Borbón se administró un buen baño de masas a la vasca -¡glups!- y cantó “Desde Santurce a Bilbao” mientras la Sofi, perfecta sonrisa humanitaria, daba palmas y solicitaba con brío la intervención melódica del acordeonista. Fue un viaje estupendo para nuestra humilde realeza, sin grandes contratiempos y de gran prestigio. En la Casa de Juntas de Guernica, por ejemplo, el monarca juró los fueros y las libertades… y supo hacer frente con “fe en la democracia y confianza en el pueblo vasco” a los rencorosos intentos de boicot de los que “practican la intolerancia”. Los aplausos atronaron: se ganó casi todas las orejas de los morlacos. Durante la visita a Bilbao y a sus alrededores, el rey, como acostumbraba, volvió a ser uno más del pueblo, el más sencillo, el más simpático, una bellísima persona. Allí, entre los admiradores rendidos al dechado de virtudes borbónicas, estaban Juan Carlos Emeterio y su mujer. Juan Carlos Emeterio había hecho la mili en el buque el “Saltillo”, propiedad del Conde de Barcelona (Don Juan de Estoril), y había conocido al rey cuando éste era un mocoso (real). Cuando Juanqui lo supo, gracias a la mujer del tal Emeterio, no dudó en abrazar sincera y acaloradamente al barrendero: eran tal para cual, tocayos, compinches a la pata llana, bajo la misma corona. Seguidamente, con la alegría del reencuentro, el rey, animoso facilitador, hizo las debidas presentaciones ante su celebérrima familia. Así las cosas, Juan Carlos Emeterio conoció, in situ, a Felipito, por entonces Príncipe de Asturias, y a la reinona Sofía, griega de España.
Pocos días después, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, adornado con supermedallas militares, tuvo que emitir un comunicado en televisión a altas horas de la madrugada condenando un golpe de estado en el que él, según se nos cuenta, no tenía nada que ver. Los monarcas ochenteros eran así, casi barrenderos, se reciclaban y limpiaban, con un golpe de efecto, su conciencia y la conciencia democrática de todo el Estado (de las autonomías) si era menester. No hay duda: un campechano nunca da sus abrazos en vano.