Dos hombres entraron de madrugada en un bar donde se jugaba a las cartas: la sordidez del ambiente se presupone. Entraron con armas de fuego, que es una forma muy convincente –y cobarde- de entrar a matar a los mamíferos desarmados y/o sorprendidos. Tras apropiarse de una buena mordida de las apuestas que había sobre la mesa y vaciar, por vicio canalla y por militancia criminal, la caja registradora del bar, los dos gentiles decidieron jugar con las vidas de las diez personas allí congregadas, en un arranque de macabra ludopatía entre ludópatas. Así, a punta de cañón, obligaron a los presentes a ponerse en pelotas, en círculo, y decidieron organizar una “ruleta rusa” de balas probabilísticas. Con un revólver de tambor giratorio y una única bala cargada, uno de los dos asaltantes se puso en medio del círculo de los despojados y empezó a apretar el gatillo, apuntando con el arma cada una de las veces a una persona distinta del grupo. Diga lo que diga el dicho, al cuarto intento, a la cuarta, la bala pasó silbando junto a las orejas de uno de los hombres desnudos, que estuvo a bien poquito de no contarlo, con desparrame de sesos incluido. Luego, tras ese disparo, otro de los secuestrados, manojo de nervios, puso pies en polvorosa e intentó burlar la vigilancia. No lo consiguió: un tiro le entró por la espalda.
Antes de salir del local, los dos delincuentes se mofaron de la poca entereza y de la poca dignidad demostrada por todos los participantes involuntarios y desarmados de aquel juego, de aquella muy sensata ruleta rusa, a efectos de botín, que se organizó en Can Boada, barrio de la aldea egarense, Terrassa, en el año 1982.
Dos hombres que jugaban con fuego y no se meaban en la cama, dos hombres moralizantes: dos cobardes y dos hienas más. Jugar con fuego: esa trampa de los los ventajistas.