Emil Zatopek, el singular atleta de gesto sufrido, corría mucho y ganaba casi todas las carreras de fondo en las que participaba con la camiseta nacional de Checoslovaquia, aquella porción de tierra al otro lado del telón de acero, hoy dividida en dos, tras un divorcio de voces «aterciopeladas» hacia el capitalismo rampante. En los juegos olímpicos de Helsinki, en 1952, Emil, “la locomotora humana”, consiguió, en pocos días, del 20 al 27 de julio, una hazaña aún no repetida: tres medallas de oro en las pruebas de 5.000 metros, 10.000 metros y maratón, la guinda del pastel. Se convirtió, así, en una celebridad mundial, apto para el aprovechamiento mediático y muy del gusto del aparato propagandístico soviético. Emil Zatopek acumuló trofeos y triunfos durante una década gloriosa de sudor y zancadas. Retirado de las pistas, por esas cosas del azar meritocrático, hizo también una brillante carrera en el ejército, llegando al grado de coronel sin despeinarse demasiado, luciendo su más que incipiente calvorota.
En 1968, unos locuelos de la práctica comunista en un estado satélite, encabezados por Alexander Dubcek y partidarios del «socialismo con rostro humano», decidieron alejarse un pelín de la ortodoxia soviética y de aquellos burócratas moscovitas con la siempre fastidiosa cara de Brézhnev, hombre con doctrina intervencionista y cejas pobladas. Dubcek y los suyos emprendieron en el gobierno checoslovaco una serie de reformas aperturistas, encaminadas a descentralizar el poder y ampliar las prisiones de la libertad en primavera. Los rusos se lo tomaron estupendamente y, tras unos meses de baile desengrasante y vacilón, en agosto, junto a otros colegas del Pacto de Varsovia, enviaron como regalo, en nombre de la asitencia fraternal, soldadesca en abundancia y miles de carros de combate, con sus cañones a punto y patente de corso. La invasión militar de Checoslovaquia acabó con las reformas en un santiamén, pero no sin una resistencia pacífica e imaginativa de los oriundos del lugar, basada en la no cooperación, que descolocó al Kremlin en los primeros instantes. Poco tiempo después, esgrimida la amenaza del terror, se instauró un nuevo gabinete (comité) más disciplinado y obediente, más de hoz y martillo, a machamartillo.
Sin necesidad de mojarse, desde una cómoda posición en la que otros cerrarían el pico, Emil Zatopek, el icono deportivo, el héroe, el de las insuperables gestas, se había mostrado muy deslenguado durante la Primavera de Praga, otorgando su apoyo incondicional a las políticas de Dubcek y solicitando públicamente el boicot a la URSS en las olimpiadas de México. El atleta había firmado también el manifiesto de «las dos mil palabras», documento antiautoritario que exigía un rápido avance hacia la plena democracia, más allá de las propuestas reformistas llevadas a cabo hasta entonces. Tras la invasión militar y la «normalización» consiguiente, el nuevo gobierno títere le expulsó de la capital, del ejército y del partido comunista. Todo ello por pertenecer a ese grupete de “renegados oportunistas, antisocialistas y antisoviéticos” capaces de “desencadenar crisis sociales con peligro para la consolidación de la sociedad”. Zatopek fue enviado a las minas de uranio para que tonificara los músculos a la fuerza y, posteriormente, con la intención de exhibir su “degradación” y humillarlo ante sus congéneres, obligado a trabajar como operario de limpieza urbana. El ingreso en la plantilla de barrenderos y basureros no erosionó su popularidad ni tampoco su prestigio civil: los que le reconocían le ovacionaban y le aplaudían por las calles. Cuentan que sus propios compañeros de fatiguitas laborales no permitían que recogiera ningún cubo de basura y que, como muestra de admiración y respeto, los vecinos, enterados del itinerario por el que debía pasar, se ocupaban ellos mismos de limpiar y barrer la zona. Las más de las veces, pues, el atleta retirado se limitaba a dar, con cachaza o al trote, una particular vuelta de honor por los barrios, a despecho de aquellas autoridades colaboracionistas que, abyectamente, intentaron llenarlo de oprobio.
En los años setenta, su figura fue más o menos rehabilitada por el régimen, después de retractarse, con amplia difusión, en una de aquellas clásicas y «espontáneas» autocríticas sin caenas que tanto abundaron durante la Guerra Fría. “Siento haberme comportado como uno de los que echó aceite en un fuego que hubiera podido convertirse en un peligro para el sistema mundial socialista”, dijo Zatopek. A diferencia de la insólita relación profesional con los desechos, no obstante, el comprensible arrepentimiento que le sobrevino entonces no logró dar más fulgor histórico a su extenso y laudable medallero.