Un señor (truhan) en la basura

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Hasta mediados de los años ochenta (siglo XX), el señor J, encargado general en la empresa de recogida de residuos de Terrassa, mandamás en la calle, se llevaba su buen fajo de dinero negro a costa de lo ajeno, como sucio profesional del mangoneo en la limpieza. Si ello era normal en la economía sumergida de la siempre hábil masa tunante -en la que me incluyo, sin habilidades-, no lo era tanto que además, en el mismo acto, se diera también rejonazo directo a las instituciones democráticas oficiales, las de todos -¡ejem!-. Porque la empresa privada que tenía en aquella época la concesión del saneamiento urbano, gracias a las tretas del señor J, realizaba la recogida de basuras a particulares que pagaban bajo manga. ¿Por qué pagaban bajo manga? Pues porque el señor J, con autoridad y desidia para chupar del bote como un retorcido bellaco, ordenaba que se vaciasen dichas basuras particulares en el vertedero municipal, facturando el trabajo con toda la jeta del mundo al Ayuntamiento de Terrassa, cuyos controles de inicio fallaron por pasiva y quizás también por activa. Cargando el gasto en las arcas municipales, el señor J, según se afirmó, utilizaba los camiones de la concesionaria para transportar los desechos recolectados por otra empresa que él mismo dirigía. 

El señor J, en la más odiosa tradición picaresca –sin ser un desharrapado lazarillo-, beneficiándose del cardinal cargo que ocupaba, cobraba dos veces por la misma mierda y tributaba con gloria canalla por sus desdobladas reiteraciones lucrativas, lo cual debe considerarse un buen ejercicio para sortear cualquier crisis y ser admirado como listo supremo entre los jefes cañís y los jamás pasados de moda chulazos carpetovetónicos: hasta Mahatma Gandhi se aprovecharía si pudiera, solemos justificar los procaces del doble juego en nuestros íntimos salones. Bajo ese prisma, el señor J sabía lo que no estaba escrito: no se desperdiciarían oportunidades: rock and roll. La administración local, garante de los derechos de la comunidad, con gobierno entonces de mayoría absoluta socialista, apoquinaba religiosamente por los servicios prestados por el señor J, aunque ni por asomo fueran de su incumbencia. La cosa llegó a ser tan escandalosa que, al final, saltó la liebre. El Ayuntamiento de Terrassa, impelido a investigar los hechos, descubrió -¡oh, qué barbaridad!- que la práctica fraudulenta era corriente y cotidiana: sus fondos habían sido mermados por un solitario pirata malandrín. El señor J -¡eureka!- reconoció ante el consistorio el desfalco y su proceder ilegal…pero no fue denunciado por ningún delito: venga, pelillos a la mar, chaval, banalicemos la estafa y pasemos la pelota al poder disciplinario de la concesionaria de los trajines, acullá. El Ayuntamiento de Terrassa no se cebó ni se metió en pleitos penales: el hombre tampoco había matado a nadie, sólo se había embolsado por el morro una importante cantidad de dinero público, socializado para las mejores obras de interés general de un rapaz caradura, aunque de más baja intensidad y mejor estofa que otros futuros degenerados de renombre. ¿Fue el señor J una cabeza de turco? ¿Cuál fue el precio del poder? ¿Quién silenció a los corderos? Veamos cómo se desarrollaron los hechos a posteriri.

Una vez destapado el caso de corrupción, el señor J siguió removiendo los despojos de la ciudad, si bien apartado de primera línea, nominalmente destituido, y con expediente disciplinario abierto pero no del todo ejecutado, in albis. Poco después, la nueva concesionaria del servicio -conocedora indudablemente del asunto- le propuso que se tomara un año de excedencia por su “actuación desleal”. El señor J aceptó rápidamente la generosa propuesta: los errores muy gravísimos, con dolo, exigen un contundente castigo hasta en la Srpringfield de Los Simpsons, sobre todo si la sanción ni siquiera se produce como tal y depende de uno mismo, en espera de que las aguas se calmen. Se contrató a un nuevo encargado general y la memoria se fue diluyendo con el transcurrir de las estaciones. En estas, en 1985, el Ayuntamiento de Terrassa -desbordado por los múltiples y turbios acontecimientos sobrevenidos en la gestión de las basuras- quiso hacerse cargo directamente de la recogida de residuos en la ciudad a través de la empresa pública Eco-Equip, que asumió, por subrogación, los compromisos de la concesión anterior y a toda su plantilla de personal, a excepción del señor J, que disfrutaba, como trabajador excedente, de una extraña suspensión voluntaria. Pero éste tenía todavía que exhibir su ejemplar naturaleza y, cumplido el año de excedencia, solicitó su reingreso. Como de entrada no se aceptó su petición, denunció a la empresa Eco-Equip y las dos partes se vieron las caras en el acto de conciliación previa al juicio, donde -¡aleluya!- se pactó entre ambas que en el momento que quedase descubierta otra plaza de encargado se le volvería a admitir en nómina, o bien –si no estaba conforme- que se reincorporaría en otro puesto de categoría inferior, condicionado a la existencia de vacantes. Con lo redactado, el señor J salió del lugar con nuevas armas jurídicas, acordadas libremente, por supuesto. Meses después, presentó una demanda por despido nulo porque la empresa había contratado a nuevo personal y él no recibió ningún aviso, tal como se requería. Ganó el juicio, cuya sentencia fallaba a favor de la readmisión. La empresa pública comunicó a la autoridad judicial que no pensaba repescar a un hombre que actuó de forma tan sumamente mezquina –lo que ya sería de rechifla para el respetable- y solicitó, por tanto, que fijara la indemnización correspondiente, que se calculaba entonces sobre el sueldo dejado de percibir hasta la fecha. El señor J, limpio de toda culpa, vio recompensados sus esfuerzos en los tribunales y aumentó su patrimonio con unos cuantos millones de pesetas más, también limpios y conseguidos con honradez, nuevamente de la caja común del ayuntamiento, un pellizco nada desdeñable en aquellos maravillosos años ochenta. Porque todos y todas, como siempre, eran iguales e iguales ante la ley, con garantía de tutela judicial efectiva. Pero el mundano señor J, eso sí, cuyo nombre empezaba realmente por J, no se inspiró nunca en la literatura del señor K (Josef): sus procesos eran mucho más llevaderos y comprensibles…Y más ventajosos en última instancia.