El griego Heracles (Hércules en la mitología romana) era un semidiós lleno de virtudes: mató a su maestro de música, a sus hijos y a algunos de sus sobrinos, entre otras hazañas de sangre. Fuerte, atlético, musculado y vigoroso, realizó unos difíciles trabajillos para expiar sus ataques de locura transitoria: robó manzanas (pero no malacatones), robó cinturones de mujeres fatales – las chicas son guerreras- y se cargó, por la vía del combate directo, a gigantes, cabezudos, monstruos, hidras y otros enormes animales de peculiar taxonomía: contribuyó a la extinción de especies mágicas y divertidas. Como todo ser sobrenatural que se precie, más allá del gusto, del clasicismo y de las ostras y los caracoles de Espartaco, tenía una potencia sexual digna de encomio, con buena semilla y buen aguante: dejó preñadas a las cincuenta hijas del rey Tespio, en un abrir y cerrar de piernas. Por lo que parece, si se emberrenchinaba, si se le inflaban las venas de la frente, era capaz de romper cualquier corona de plomo que llevase puesta en la cabeza: más valía no granjearse su enemistad porque te jugabas el físico. A su lado, el increíble Hulk dopado hasta el entrecejo y ahíto de viagras, el mejor Iñaki Perurena o el más despechugado Victor Mature perdían pistón e interés sociológico. Heracles era un deportista de élite, noble, muy competitivo, el héroe total, en el Olimpo de la testosterona.
Según cuenta la leyenda, Heracles tuvo que limpiar los inmensos establos del hijo de Helios y Naupidame, Augías, un señor algo guarrindongo, un tipo rico con extensos dominios y prodigiosos rebaños bovinos bien cebados, fecundos y con una salud de hierro, divina, pero con la mierda hasta los cuernos. Las cuadras estaban llenas de estiércol y no se habían limpiado nunca. En los campos circundantes, no se podía pastar ni cultivar una triste planta de cebada porque una espesa capa de excrementos y mugre cubría la superficie. El hedor se extendía por todo el Peloponeso. Así las cosas, Heracles pactó con Augías que si lograba, en menos de una jornada, eliminar toda la porquería del valle – lo que se antojaba una misión imposible-, se quedaría – como contrapartida- con una décima parte de sus posesiones. Y se puso manos a la obra, a tenor de lo dispuesto en el artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores, bajo las notas de laboralidad establecidas: compromiso personal, voluntariedad, retribución, ajenidad y subordinación o dependencia, siempre desde un punto de vista mitológico. Heracles, que meaba colonia, un titán estajanovista fuera de lo común y, por tanto, reacio al uso de escobas, rastrillos y capazos, un formidable obrero que no se amilanaba ante las ímprobas exigencias de productividad, rompió las paredes de los establos a puñetazos, desvió en un periquete el curso de dos ríos cercanos, el Alfeo y el Peneo, y el agua entró en tromba para dejar el suelo resplandeciente y salutífero, en perfecto estado, arrastrando toda la suciedad de la comarca a su paso. Cuando llegó la hora de cobrar, Augías, con lógica empresarial vampirizante – los clásicos nunca mueren-, se negó a pagar lo estipulado. Heracles mostró su disconformidad e inició una guerra de justa reivindicación salarial: la movilización de protesta todavía se tenía por eficaz. Tras diversas escaramuzas y defunciones, Heracles derrotó a Augías, saqueando su reino y consiguiendo un estupendo botín. Para conmemorar su victoria y su dominio sobre aquellas tierras, cuenta Píndaro, construyó en el Altis un templo en honor a Zeus, su rijoso padre, y fundó los juegos olímpicos (los primeros de la antigüedad), con sus reglas, sus torneos, sus celebraciones y su periodicidad cuatrianual. Moiras y Cronos asistieron al evento, sin miembros del COI y sin barón de Coubertin. Heracles plantó allí un olivo hiperbóreo – ¡qué fantástica palabra!- cuyas ramas servirían únicamente para coronar a los vencedores de las distintas pruebas. Y colorín colorado, en Olimpia, los limpios habían triunfado.