Trece de los treinta presos que permanecían en los calabozos de la prisión de Terrassa se fugaron, en una oscura noche de 1920, de una forma muy peliculera, con un plan que salió casi tan bien como los encantadamente esbozados por el mismísimo coronel Hannibal Smith. Entre los fugados había ladrones, estafadores y amigos de las bombas, muy en boga por aquellas fechas. Con unas herramientas que consiguieron birlar a unos operarios que realizaban obras de mantenimiento en el edificio, los presos hicieron saltar las planchas de hierro de puertas y cerraduras –aprovechando la confusión y el ruido de unas tracas de petardos de unas fiestas cercanas-, abrieron un boquete en la pared, accedieron al patio anexo, se encaramaron a la tapia, gatearon por los tejados y se descolgaron varios metros hasta la calle con un rudimentario sistema de fajas atadas unas a otras. El vigilante, a punto de jubilarse, no se enteró de la evasión hasta la mañana siguiente. La pareja de guardias civiles y el director interino del centro, que dormía junto a su familia a pocos metros de las celdas, tampoco. Los horizontes de libertad motivan y avivan el ingenio: «la alambrada sólo es un trozo de metal», cantaba Nino Bravo.
Casi un siglo más tarde, en mayo de 2012, un hombre de 29 años fue detenido en Terrassa por negarse a hacer las pruebas de alcoholemia tras un accidente de circulación con el vehículo que conducía. El joven fue arrestado por desobediencia a la autoridad y por un presunto delito contra la seguridad del tráfico. En las dependencias de la policía municipal, donde había sido trasladado para la toma de declaraciones y las diligencias inherentes al expediente judicial posterior, se le encerró momentáneamente en el calabozo. Allí, después de una bonita, envalentonada y chisposa exhibición de tambaleos, caídas y actos delirantes, sintió la llamada entusiasta de la libertad: entre las rejas verticales del habitáculo existía un espacio horizontal y cuadrilongo algo mayor que el hueco dejado por los barrotes, diseñado para entregar comida a los detenidos. “Me escapo por el agujero”, calibró el inaudito y embriagado contorsionista. A duras penas, introdujo la cabeza y el brazo por la pequeña abertura y pudo comprobar, in situ y al instante, que las apariencias engañan, que los licores aturullan y que no todos los planes funcionan: se quedó atascado y recluido por partida doble, con las ilusiones truncadas. Su estancia en comisaría, pues, se prolongó más de lo previsto, hasta que los agentes que le auxiliaron, con forcejeos y jabón para lubricar las partes del cuerpo atrapadas, lograron desincrustarle, no sin ímprobos esfuerzos. Los horizontes de grandeza suelen ser tóxicos y fallidos.