Grey Gardens

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Edith no utilizaba nunca reloj y, por consiguiente, no malgastaba demasiado tiempo en la cocina o en las tareas domésticas: vivía en esa especie de libertad que otorgan los universos paralelos, intransferibles y excéntricos. Pasó su infancia rodeada de riqueza: gente in, opulenta y distinguida, de ilustre linaje. Después, Body Beautiful Beale, como la conocían, fue una hermosa adolescente y una joven de méritos casi aristocráticos, una princesita con futuro, con gracia danzarina, liviandad y esplendorosos sueños de candilejas, de matrimonios zodiacales bien establecidos. Pero algo salió mal en el relato y, con los años, cayó en barrena, perdió su fortuna y perdió su pelo…y el juguete se acabó por romper, aunque conservando la fantasía y un intrépido grado de alcurnia sofisticada e ilusoria para el vertedero penitenciario, practicando el funambulismo en la cuerda de las quimeras delirantes, tercas, obsesivas y tiernamente infantiles. Quedó atrapada en una mansión decrépita y decadente, de pasados gloriosos, entre montañas de basura, escombros, excrementos, latas, recortes, cartones y trastos viejos. Aun así, intentó seguir bailando y cantando, enajenada de la realidad, coquetamente grotesca, empobrecida, descuidada, frugal…con un irredento estilo propio: revolucionó el vestir a través del reciclaje de prendas (colchas, toallas, cortinas, trapos, manteles…) y la experimentación con indumentaria raída de pretérito apogeo, con imperdibles y alfileres combinados con suntuosas joyas, uñas brillantes y pintalabios de rojo chillón.

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Edith Bouvier Beale, cariñosamente Little Edie, ya entrada en la treintena, tras un período en búsqueda de hombres descollantes y de descubridores de piedras preciosas para oficios de farándula, regresó en 1952 a su enorme casa natal, Grey Gardens, en una de las zonas residenciales y de veraneo más prestigiosas del planeta, cerca de Nueva York, frente a la playa y el mar infinito. Allí pasó las siguientes décadas. Poco a poco –y por diversas circunstancias- su anterior y lujoso tren de vida fue mermando hasta desaparecer por completo: junto a su madre -otra outsider– atravesó el espejo de las maravillas y ambas, confinadas, arruinadas, en perfecta bohemia pordiosera, se abandonaron a la ensoñación con reminiscencias de paraíso perdido: no se encontró al Gato de Cheshire, aunque gatos y mapaches no faltaron en unos jardines y en unos laberintos hogareños cada vez más tupidos y sucios. Mientras, la mansión, sin mantenimiento, sin personal de servicio y sin suministros, se iba cayendo a trozos y sus 28 habitaciones se llenaban de heterogénea porquería. En 1972, ante el peligro de derrumbe, la situación de insalubridad, el hedor y las quejas constantes de sus acaudalados vecinos, las autoridades sanitarias decidieron desalojar la vivienda. El caso saltó a las primeras páginas de la prensa estadounidense en forma de escándalo por razones consanguíneas: las celebérrimas y prósperas Jackie Kennedy Onassis –ex primera dama, consorte de millonario naviero- y su hermana Lee Radziwill, ambas primas directas de Edith, aportaron entonces -forzadas por la presión pública y para no dañar el aparentemente impecable pedrigí de la familia- unos 32.0000 dólares para limpiar, desparasitar, acondicionar y restaurar Grey Gardens, lugar que habían frecuentado en otras épocas de más lustre, salvando del deshaucio a sus dos parientes (tía y prima) y asignándoles una pequeña paga mensual.

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En 1975, unos cineastas -que trabajaron con repelentes antipulgas en los tobillos- grabaron, in situ, Grey Gardensun conocido y asombroso documental en el que Little Edie y su madre volvían a las andadas, mostrando impúdicamente sus dotes artísticas y decorativas, su sentido del humor, su mugre enfermiza, su gatuna despreocupación, su indómito talento para extraviarse y su particular visión de la vida. Body Beautiful Beale se convirtió en un personaje de culto, en un extraño icono de la pasmosa brujería del desaliño, sin escobas eficaces para el barrido o el vuelo, encajado en un entorno de entelequia, de grises coloridos y floricultores del emancipado declive.

Gracias a la fama conseguida, Edith Bouvier Beale, por fin, se subió a los escenarios y se descalabró poéticamente en el patetismo cabaretero: nunca más se dejó fotografiar, pese a que cierto tipo de público la adoraba. Tal vez porque no creía en el divorcio, nunca se casó. Falleció en 2002, sola y sin maullidos cercanos, en un pequeño apartamento de Florida, aunque encontraron su cuerpo varios días después. Tenía 84 años, pero ella siempre alegó y defendió con empeño «no aparentar más de 60»: antes muerta que sencilla.