Miles de personas mueren cada año a causa de las sustancias tóxicas, la contaminación, los arsenales desaparecidos en combate y los residuos de guerra desperdigados en diferentes lugares del mundo. Otras muchas quedan mutiladas para siempre o sufren malformaciones y graves enfermedades por el mismo motivo, incluso mucho tiempo después de los armisticios y el cese final de las hostilidades. Según las estadísticas, en las próximas horas, una vida al menos será segada por los restos explosivos y el material bélico abandonado tras alguna sangrienta pero desactualizada contienda del pasado. Es el paisaje después de la batalla, la bala perdida que apenas importa y pronto desaparece por prestidigitación en las tesis de lo colateral. Últimamente, en las últimas décadas, han proliferado iniciativas para erradicar y retirar el material peligroso de las zonas infectadas, así como para prohibir o limitar el uso de determinado armamento. Se han firmado protocolos, convenciones y acuerdos entre países para reducir la incidencia del problema, un problema generacional, improrrogable y de preocupantes dimensiones. Se han puesto en marcha proyectos y campañas de sensibilización a escala global. Buenas intenciones, manuales de buenas prácticas, con más o menos hipocresía, con más o menos candidez. El llamado “derecho internacional humanitario”, se dice, trata de remediar los efectos nocivos sobre la población civil y las víctimas más vulnerables. Pero el humanitarismo, en cuestiones de pistolas que braman y echan humo, sigue siendo un estrambótico y desnutrido unicornio azul que permite dobleces, caprichos, predilecciones y asombrosas piruetas estéticas a las principales potencias y agrupaciones militares, fabricantes y usuarias, no exentas de cinismo. Quien ensucia, no paga (o paga muy poco) si resulta vencedor o sabe tocar con rabia y dominio las teclas del piano acribillado. Las deudas criminales y medioambientales de los principales guerreros no se registran como apunte contable: hay otras deudas más soberanas para la mano invisible que aprieta el gatillo en el mercado del estrangulamiento económico. Si es necesario, las erres del buen gestor de basuras invierten su valor y su significado en función del eje maligno de moda. Lo preventivo e inteligente se aplica a la mayor atrocidad consumada. Casi nunca, más bien nunca, se pide perdón. Casi nunca, más bien nunca, se ofrece ayuda suficiente y efectiva para la remoción o limpieza. Casi nunca, más bien nunca, se reconocen las culpas o las responsabilidades. En la demencial y tremebunda Oceanía de 1984, la guerra es la paz; la libertad, la esclavitud; la ignorancia, la fuerza.
Mientras tanto, en “remotos” rincones del orbe, en sitios como Gaza, Afganistán, Camboya, Laos, Sahara Occidental, Irak, Sudán, Libia, Líbano, Angola, Colombia, Siria, Yemen…, la escoria metálica, los fosfatos, el uranio, la metralla, las carcasas, los herbicidas, los aerosoles, las partículas y polvos cancerígenos, las submuniciones de bombas de racimo, los agentes biológicos y químicos, los productos radiactivos, los proyectiles y componentes de artillería dejados a la mano santa de Dios -¡Dios mío!-, los desechos, los fragmentos, los morteros, las granadas, las minas antipersona y los demás despojos letales pero olvidados durante años en los vertederos incontrolados de la guerra continúan cobrándose sus piezas de caza mayor en forma de desplazamientos masivos, terrenos impracticables, empozoñados o baldíos, aguas corrompidas, áreas restringidas, epidemias, tumores, amputaciones, cuerpos destripados indiscriminadamente y muertos inocentes escogidos por una sucia y no del todo azarosa ruleta de la fortuna: campesinos, trabajadores de la construcción y reconstrucción, basureros, recolectores, recuperadores, chatarreros, limpiadores… hombres, mujeres y niños, sobre todo niños, deslumbrados a veces por la violenta juguetería, artefactos y morralla que encuentran alrededor de los escombros.