El 15 de junio de 1977 se celebraban las primeras elecciones generales en España -esa marca registrada machadianamente como país de charanga y pandereta-, tras cuarenta años de una dictadura poco grande y nada libre, con un caudillo presuntamente monórquido en el timón del Azor. Todavía faltaba bastante tiempo para que la composición de las corporaciones municipales emanara directamente de las urnas –abril de 1979– pero ya, en el interregno, se observaban algunos gestos de buena voluntad y/o de cínico compadreo: el pregonado espíritu de reconciliación se tenía que preservar en el escabeche apropiado. Así las cosas, el 22 de junio, a los pocos días de las elecciones generales, un albañil de la brigada de obras del Ayuntamiento de Terrassa (por entonces aún Tarrasa) procedía a retirar del edificio la placa conmemorativa de la “liberación” de la ciudad llevada a cabo -¡glups!- por el ejército franquista, colocada hasta la fecha en la puerta del citado consistorio. Mientras se entregaba a su encomiable labor de desmantelamiento y “derribo” del régimen anterior, el albañil perdió el equilibrio y se cayó de la escalera en la que estaba subido, dándose un señor porrazo, sin derecho a decidir, sin consulta previa, sin comicios, sin referendos vinculantes, sin votaciones que valgan. El desdichado paleta, al chocar con el suelo, se destrozó la mano y tuvo que ser trasladado con urgencia al hospital. La ansiada democracia, al menos en Terrassa, empezaba de forma accidentada, con magulladuras y severas lesiones en las extremidades, con las uñas rotas y las piezas fracturadas. Había que sanear, sin duda. Mucho.