“¿Queréis ir al vertedero a matar ratas?”, preguntaba Emmet Ray (interpretado por Sean Penn) en la estupenda película Acordes y Desacuerdos (1999), de Woody Allen. El personaje de Emmet, virtuoso de la guitarra, gran artista pero con grandes defectos mundanos, disfrutaba disparando con su pistola a las ratas que se movían entre montones de porquería. Moscas, gaviotas, gusanos…La fauna en los basureros es hasta cierto punto monótona. Ratones, gatos sin orfanato que los acoja, chuchos pulgosos. Los mamíferos que pueblan los vertederos de la civilización no sorprenden a casi nadie. Arqueológicamente, los restos ofrecen explicaciones sobre el modo de vida, el hábitat, la idiotez humana y el devenir surrealista de los tiempos: en 2010, se paralizaron las obras de conexión del Cuart Cinturó –ese espanto contra natura- y la C16 porque se descubrió durante las excavaciones un antiguo vertedero municipal de Terrassa, de suelo inestable como base, lo que obligó a retirar y redistribuir las miles de toneladas de residuos acumulados –de época- en los márgenes de la carretera y en las zonas anexas, cubriéndose después con unos pocos metros de tierra: una solución del Hombre y la Tierra. Biológica y zoológicamente, los restos alimentan a carroñeros y parásitos. Artísticamente, los restos son la monda lironda: los mejores depredadores afilan sus colmillos, las ratas nunca abandonan el navío de la fama, las sucias moscas revolotean sobre cualquier mierda inconsistente y cremosa.
Los residuos que se han generado en la ciudad de Terrassa se almacenan en el subsuelo de lugares como Coll Cardús, el Femer del Fava o los campos de Can Bogunyà, cerca del Llac Petit, una zona de interés parapsicológico que arrastra una terrible leyenda negra de muerte, ectoplasmas, plásticos, suciedad y mal ambiente. El vertedero de Can Bogunyà, pues, estaba situado cerca del barrio de Poble Nou, en el norte de la ciudad, en las inmediaciones de la salida por la carretera de Rellinars, bienvenida a los verdes bosques del parque. Las depresiones naturales y torrentes existentes se rellenaron con escombros y desechos, creándose una bonita planicie por cubrimiento, superposición y sepultura, apta para las nuevas cosechas del progreso y para corretear, en esparcimiento antílope, como si de una sábana africana se tratase. No se impermeabilizó el suelo: las aguas freáticas necesitaban condimento. Durante años, los vecinos de la zona presentaron reiteradas quejas por los humos, los gases, los objetos volátiles, la cercanía de las viviendas, el riesgo de contaminación, la proliferación de roedores y el vagabundeo de perros con hambre canina, no del todo higiénicos. También se quejaron de los malos olores: olía a tigre.
En 1970, el señor Barrachina, encargado del vertedero de Can Bogunyà, hizo un hallazgo extraordinario: tres leones decapitados habían sido depositados en las instalaciones del basurero sin que se conociera el porqué ni su procedencia. Dos machos y una hembra embarazada, adultos, con las garras mutiladas. ¿Brujería? ¿Broma macabra? ¿Ritos satánicos? ¿Qué hacían aquellos ejemplares propios del África Subsahariana en una región tan septentrional? ¿Por qué les habían amputado las cabezas y las extremidades? El misterio rondaba de nuevo por los terrenos de Can Bogunyà. El caso saltó a las páginas de los principales periódicos del país; las investigaciones no daban resultados; la comidilla no cesaba. Tanto revuelo se formó que, con cargas de conciencia, Joaquim Jover se vio impelido a confesar el crimen: Joaquim, residente en Terrassa, taxidermista de profesión, había comprado los leones al propietario del “Circo Zoo”, con la intención de disecarlos. El propietario del circo había matado a los animales porque estaba a punto de cerrar su entrañable negocio de entretenimiento infantil…y porque la leona, de un zarpazo, había acabado con la vida de un niño de 6 años, su propio nieto. Cuando los leones llegaron a Terrassa, hacía horas que dormían el sueño de los justos y el proceso de descomposición estaba suficientemente avanzado como para hacer imposible la preservación técnica de las piezas. El taxidermista decidió aprovechar las cabezas y las garras, desembarazándose después de los cuerpos, que dejó en el vertedero tras arduas labores de transporte. El misterio, así, quedó prácticamente resuelto. La extravagancia en mayúsculas, no obstante, acababa de empezar.
Salvador Dalí, bestia exótica de l’Empordà, artista universalmente reconido, pintor de todo tipo de animales estrambóticos y oníricos (desde hormigas hasta rinocerontes), el hombre que quería atravesar los Alpes montado en un elefante, el coautor -junto a Harpo Marx- del guión Jirafas en ensalada de lomos de caballo, leyó en la prensa la noticia de los leones del vertedero de Terrassa y tuvo una de sus brillantes ideas para perturbados que hace tiempo han perdido totalmente la cabeza: de Lorca a las felicitaciones a Franco a través de relojes blandos, en una particular persistencia de la memoria. Se relamió los bigotes: el safari surrealista (que no real en Botsuana) no admitía demoras: llamó inmediatamente a Joaquim Jover y le hizo un encargo. Joaquim tendría que disecar un hermoso corcel blanco, de las pezuñas a la crin. El caballo, de nombre Rocibaquinante, regalo de su colega Joan Abelló –que recibió una litografía como contrapartida-, fue trasladado desde Portlligat a Terrassa. En el matadero de la población vallesana, le aplicaron una descarga eléctrica y, una vez consumado el asesinato equino, fue conducido hasta el taller del taxidermista, que se aplicó todo lo que pudo en su oficio, en una tarea que duró casi un año. El caballo, con vida, pesaba 400 kg. El caballo, muerto y disecado, pesaba 400 kg. El pintor se mostró encantado con su macabra adquisición: “Además de un caballo blanco y un león llegado hace dos días, espero la próxima semana una monumental jirafa”. Dalí ofreció el caballo a su esposa, Gala, como presente de cumpleaños y varios operarios – en una disparatada maniobra- lo subieron por las escaleras para instalarlo en la suite 108 del hotel Ritz de Barcelona, donde solía alojarse la pareja y donde se cometieron innumerables chaladuras de portentoso talento, paranormal, de indomable gilipollez y cabalgar botarate.
El caballo disecado se encuentra, hoy, en la entrada de la Casa-Museo Castillo Gala Dalí, en Púbol, en una vitrina que no cruzan ni las moscas más limpias.
surrealista…