“I seen a rat, sitting on top of a garbage can, eating a onion, crying”
En Beale Street, aunque las cosas se torcieran, hasta las ratas lloraban sobre los cubos de basura. Lo sabía bien el parlanchín, expresivo y atípico Walter “Furry” Lewis (1893?- 1981), experto en melancolía mundana, peleona y humorística; en versos procaces, en negritud, en rasgaduras, en desperdicios y en cuellos de botella separados del casco. Durante años, Furry ejerció el encanto barrendero como modus operandi, cargó pesados fardos, recogió restos, se bebió el lustre inane en varios tragos y, día tras día, tal vez buscando el plecto y su propia senda hacia la resurrección entre montones de suciedad -de escombros, decadencia y ocaso-, tras veladas cada vez más exigüas y tenues, limpió con su escoba la legendaria calle de Memphis, en el estado norteamericano de Tennessee.
Furry Lewis nació en Greenwood, en la parte oriental del Delta del Mississippi, en el cogollo de la industria algodonera, un lugar con sonidos desgarrados y reminiscencias atávicas de raza y vejación esclavista. Nunca conoció a su padre, un hombre del campo que se separó de los suyos y desapareció para siempre. Siendo niño, se trasladó a Memphis con sus hermanas y con su madre, que se dedicó a lavar, cocinar y fregar en casas ajenas para mantener la intensidad familiar de desdicha. Furry pronto dejó la escuela: “Me han arrestado por falsificación, pero ni siquiera sé firmar con mi nombre”, cantaba tiempo después. En los recovecos de la gran ciudad, se construyó un rudimentario instrumento de cuerda con desechos, maderas, alambres y una caja de puros. Aprendió a tocarlo escuchando a un artista callejero llamado Blind Joe. Conoció las épocas más bulliciosas, canallas y líricas de Beale Street, a principios del siglo XX, cuando músicos de la talla de W.C. Handy se instalaron en la zona y crearon un mito de color (de color negro) a partir de atribulados ritmos populares, de tristeza infinita y heridas profundas en el alma. Según la versión del propio Lewis, un excelente cuentista, el taumaturgo y fetén quiropráctico del bottleneck, fue el mismísimo Handy, el autodenominado padre del blues –pionero en llevar el género del vagabundeo seglar a las partituras-, quien le regaló su primera guitarra en condiciones, una Martin, que conservó durante décadas. Con ella -y con otros trabajillos esporádicos (chico de los recados, buhonero, transportista, estibador…)-, Furry se ganaba la vida, en actuaciones ambulantes, en recitales, en bandas y orquestas, en exhibiciones para turistas en travesías fluviales, en espectáculos cómicos y de vodevil por los pueblos donde charlatanes, curanderos y farsantes (como el Duque y el Rey que transportaban Jim y Huckleberry Finn en su balsa por el río) trataban de vender milagrosos jarabes, elixires, aceites y ungüentos a una crédula concurrencia inclinada hacia el placebo. Llegó a ser uno de los songsters que antes imprimió la huella de demonio azul sobre un disco: “Puso carbólico en mi café, esencia de trementina en el té, estricnina en mis galletas. Oh, señor, pero ella nunca me hizo daño”. Tocó junto a Frank Stokes, Gus Cannon, Jim Jackson, Memphis Minnie… En 1917, en uno de sus viajes de emprendimiento indispensable y propiciamente alimenticio, sufrió un accidente de ferrocaril: había cogido el tren de mercancías en marcha porque no quiso pagar el billete: le amputaron una pierna por encima de la rodilla y el resto de su existencia dependería de una prótesis ortopédica. A partir de entonces -y hasta su vejez- apenas salió de Memphis ni del entorno de Beale Street. En la puerta del conocido Pee Wee’s, donde solía tocar, colgaba un cartel en el que rezaba una frase lapidaria que destilaba toda una filosofía: “Nunca cerramos antes del primer asesinato”. Cuando la quimera de los felices años veinte se quebró por completo, el hambre, el desempleo y la Gran Depresión hicieron estragos y convirtieron la miseria en nada, en nada acentuada y en nada a salto de mata: Furry no escapó de la quema pero tampoco podía salir corriendo: abandonó la música profesional y, poco a poco, cayó en el olvido. Comenzó así una larga trayectoria en el ostracismo, rutilante solo en el ambiente del barrio, regada con whishy barato, tabaquismo, ruina, rutina, declive, riñas y visitas constantes a las casas de empeño. Beale Street fue perdiendo también su empuje natural: se cerraron múltiples locales y clubs: la magia murió asesinada. Furry se aferró entonces a la basura y al carrito de limpieza, dejando la guitarra para el esparcimiento ocioso y para pequeñas celebraciones entre amigos. “No soy una estrella, pero podría ser una luna”, afirmó con sorna en alguna ocasión.
Walter “Furry” Lewis empezó a trabajar de barrendero municipal en 1922. Hasta 1963 no aparcó la escoba. Hacia 1959, poco antes de retirarse definitivamente de su oficio limpiador, le descubrieron (redescubrieron) y le convencieron para volver a escena como uno de los últimos supervivientes de los viejos tiempos, el jarrón chino de las esencias primigenias. Puso algunos reparos al principio -era ya un anciano y no estaba interesado en reactivar su carrera cuarenta años después-, pero, como espíritu emocional, elevado y carismático, tenía una personalidad contradictoria: borrachuza, pendenciera, enraizada, materialista, prosaica, cómica e inequívocamente juguetona: “Follow me, baby, I will turn your money green. Show you more money than Rockerfeller ever seen” Se volvió una celebridad en los siguientes lustros, participó en una película –Un caradura simpático, junto al inefable Burt Reynolds-, cosechó aplausos, grabó discos, salió de gira y no rehuyó los focos ni el mercadeo, aunque seguía durmiendo junto a un revólver por si las moscas y seguía discutiendo airadamente por unos pocos centavos, por unas latas de cerveza o por los sobrantes de otros líquidos espiritosos de alta graduación. El 4 de julio de 1975, en la ciudad que le vio barrer, actuó como telonero de los Rolling Stones ante más de cincuenta mil personas. Sus Satánicas Majestades le tuvieron que insistir: se hizo de rogar justo hasta llegar a los 1000 dólares de emolumento. “Hola a todos”, dijo; contó un chiste picante sobre un hambriento pedigüeño que se acercaba a mujeres que se levantaban la falda como único plato en el menú, soltó una explosiva y aparatosa carcajada, cantó un par de canciones y se marchó por el foro. Cuando le preguntaron si no se quedaba a presenciar el concierto de “la mejor banda de rock and roll del mundo”, contestó enrabietado: “Eso a mí no me importa ”.
Furry murió de neumonía en 1981, cojo y medio ciego. “Prefiero ver mi ataúd entrando por la puerta que escuchar a mi chica decir que ya no me quiere”, transmitió en su legado musical. Su tumba tiene dos lápidas. En una aparece el título de una de sus composiciones: When I Lay My Burden Down. En la otra, con un epitafio más lacónico pero preciso, simplemente la palabra Bluesman.