Alfonso Sala i Argemí (1863-1945), liberal y proteccionista al alimón, amiguete de su tocayo coronado, diputado casi perenne, facilitador desmedido, relaciones públicas, el gran conseguidor, “el incansable”, el de los contactos, servicial y enérgico, fue el máximo exponente del fenómeno conocido como salisme, el salismo, una de las mayores aportaciones vallesanas a la historia contemporánea del clientelismo político, el caciquismo y la dominación social sobre un territorio a través de redes de influencia y un poder económico e institucional absoluto. El conde de Egara y unos cuantos prohombres respetables como él formaron una bonita camarilla de oligarcas, de conocidos apellidos, grandes industriales y familiares, que controlaron el cotarro en Terrassa desde finales del XIX hasta el franquismo y más allá, superando la anormalidad republicana y la Guerra Civil, superando asismismo sus disputas con los falangistas más “puros” y tercerposicionistas. Porque desde que Sabadell y Terrassa, con sus eternas rivalidades, se adscribieron en distintos distritos electorales, el bueno de Alfonso Sala -con breves excepciones- se merendó a sus opositores con patatas. Fue diputado en las Cortes Españolas durante décadas, desde 1893. Treinta años más tarde, con autoridad formal e informal, con el influjo consolidado, fue nombrado senador vitalicio por Alfonso XIII, que posteriormente le otorgaría su título nobiliario y un hermoso condado de privilegios para dormir en los laureles, cuando su anticatalanismo era más que palpable… y también su colaboración con la dictadura de Primo de Rivera. Su influencia en Madrid y en otras plazas mayores se aprovechaba para que los salistas medraran y mejoraran (más) su posición en la ciudad y en la comarca, haciendo y deshaciendo a su antojo. El resultado: siempre mandaban los mismos y, en las elecciones que se celebraban, cuando se celebraban, siempre ganaban los mismos, con ayuntamientos afectos y bien pergeñados corporativamente. La fórmula aplicada en Terrassa y en su zona de influencia fue de una enorme caballerosidad democrática y de un guante blanco fino y exquisito, tal como se esperaba de la ilustrada, moderna y modernista burguesía industrial: fraude, pucherazos, actas adulteradas, votos negociados, amaños; favores personales, regalías, prebendas, gestiones generosas e indulgentes con ciertos vasallos representativos; intolerancia, amenazas, presiones, coacciones, filípicas y acoso a la disidencia: milicias ciudadanas, porras, algunos disparos certeros en las testas del obrerismo; timón férreo en medios e instituciones, apariencia de orden, imagen de “estar con la gente” y “dejarse la piel” por la demarcación, dosis de clemente paternalismo, obsequiosidad tendenciosa y un discurso florido, folclórico, de tintes locales e interés vecinal. Muchos han bebido y todavía beben de sus fuentes. Alfonso Sala era el jefe de la tribu, el que nombraba los cargos o degradaba, con el respaldo de sus acaudalados acólitos. Desprestigiar a aquellos limpios y distinguidos señores, los salistas, podía salir muy caro, incluso tras la muerte de su figura principal.
En agosto de 1955, aparece la siguiente noticia sobre inmersiones nudistas en la prensa: “Tarrasa. Esta madrugada han sido detenidos dos individuos que completamente desnudos se estaban bañando en el estanque existente en los céntricos jardines del Paseo Conde de Egara. Los gamberros se llaman Ramón Martínez Carbón, de 27 años, y Julián Serra Sarrión, de 18 años. Detenidos por la autoridad fueron internados en los calabozos de las Casas Consistoriales. Este mediodía empezaron a cumplir el castigo impuesto, barriendo las calles de la ciudad bajo vigilancia de un guardia municipal. El espectáculo ha causado regocijo entre el vecindario”. Lo dicho, un prócer con incidencia de ultratumba, con esa clase de clasismo que hace del barrer un acto impuro, abominable y poco meritorio, como el bañarse en porretas -cuando aprieta el calor- en piscinas, pozas, estanques u otros lugares públicos, por ejemplo.
PD – No ha mucho, en este siglo XXI, en Terrassa, se discutía si el impecable e implacable Alfonso Sala merecía o no una calle con nombre y apellidos, más allá del céntrico paseo con el título nobiliario que le concedieron. Un debate estéril y en contra de las apetencias y deseos del mismísimo conde afectado, humilde servidor de la pujanza endogámica, uno de los pocos -quizás el único- que se pudo dar el lujo de rechazar en vida tal distinción en el nomenclátor callejero de la ciudad, como hizo notar por escrito en una carta dirigida al agradecido alcalde salista de turno que tuvo semejante brillantísima idea con demasiada antelación.