Hace años, Hillary explicaba en términos idílicos que, en 1971, en su primera cita con Bill, cuando ambos eran universitarios en Yale, éste se empeñó en llevarla a un museo donde se exhibían distintas pinturas y obras de arte abstracto -incomprensible para la plebe-, lo que el joven consideró conveniente para lograr una bonita atmósfera, propicia al contacto humano que deseaba iniciar con la, por entonces, prometedora gafapasta. Al llegar al museo, sin embargo, se les informó que el edificio estaba cerrado debido a una huelga de los servicios de limpieza y mantenimiento. Bill, también con unas buenas pintas en aquellos tiempos, no se amilanó ante la contrariedad -que podía dar al traste con aquel incipiente amor- y, ni corto ni perezoso, propuso a los responsables del acceso que si les dejaban entrar recogerían ellos mismos la basura acumulada en el sitio. Así, pues, tras obtener el permiso necesario, la pareja pudo disfrutar en solitario y durante horas, hasta las tantas de la madrugada, de las maravillas expuestas en el museo, como dos elitistas en celo, rompiendo el piquete circundante, eso sí, y haciendo de esquiroles en una huelga de limpiadores que solicitaban mejorar sus condiciones laborales. Desde entonces, no se sabe con exactitud dónde depositaron todos los desechos ese par de asnos considerados demócratas, progresistas en relación con sus rivales hacia la Casa Blanca, desde luego.
El resto de la historia es sobradamente conocido: en 2016, hace un rato, la bazofia perfecta y superlativa del empresario multimillonario Trump, apoyada por el Klu Klux Klan y -¡ostiaputaleré!- por millones de trabajadores descontentos, venció a la de Hillary en una contienda propia del museo de los horrores.