Santi, Santiago, lleva más de treinta años comiendo pipas en el banco del parque del barrio. Desde su adolescencia, con una vestimenta similar, chandalera preferiblemente. Las cáscaras, por supuesto, las tira al suelo, convirtiéndose en uno de los enemigos públicos de los barrenderos de la zona. También tira allí las colillas de los cigarros de liar y las latas de cerveza barata que se bebe, que se entremezclan con las hojas caídas de los árboles. Y pasa de limpiar y pasa del que le afea la conducta y pasa de todo en general. No trabaja -nunca lo ha hecho- y vive con su madre, una pobre mujer ya octogenaria cuya misión en la vida ha sido sufrir y ver la tele, cuanto más casposa mejor. Santi, Santiago, en otra época, vendía papelinas de cocaína a los colegas, a los que timaba en cantidad y calidad, financiándose con eso. Ahora ya, no se sabe cómo logra subsistir, más allá de puntuales sablazos y la pensión de mamá. A veces, se fuma un porrete. Otras veces, también. Perdonavidas como es, cuando pasa la barredora cerca, con su estruendo matinal, se enfada y le dedica al maquinista que la conduce gestos digamos poco diplomáticos. “Te voy a cortar los cojones”, dice. No quiere que el pajarillo que lleva en una jaula rodeada de tela se ponga demasiado nervioso.