El Mesías, los Bee Gees y las togas andaluzas

Jesús de Nazaret, cuentan, fue juzgado por el Sanedrín judío y, posteriormente, por el prefecto romano Poncio Pilato, que se lavó las manos cuando, finalmente, le mandó con la cruz a cuestas hacia la muerte. El evangelio de Lucas reproduce la conversación entre Jesucristo, tradicionalmente representado como un flaco con melenas y barbas, y los dos ladrones que le acompañaban, a derecha y a izquierda, cuando fue crucificado en el Gólgota: Dimas, el ladrón bueno que se arrepentía de sus pecados, y Gestas, el malo, muy faltón, exigente, impío y chabacano éste para estar clavado por sus extremidades en un madero. Después de beber vinagre, Jesucristo, con gran talento para la resurrección y cuyas artes sanadoras eran archiconocidas, prometió a Dimas, recuperado en la cruz para la causa santa, llevárselo con él al Paraíso, un sitio chachi, celeste y sobrenatural.

Casi dos mil años después, más o menos, todas las discotecas chachis tenían bolas de espejo en el techo y ponían música bailonga de los Bee Gees, los de la fiebre nocturna del sábado. Barry Gibb, otro barbudo melenudo y larguirucho, se situó en el centro de otros dos tipos, hermanados los tres, y condujeron al paraíso a millones de marchosos danzarines, que, en éxtasis, podían beber vinagre, güisquises de garrafón y aun peores mejunges. Según un estudio científico imprescindible, célebre en el mundo de las emergencias médicas, uno de los grandes éxitos del grupo, la composición Stayin’ Alive, tiene un ritmo prácticamente perfecto para llevar a cabo las maniobras de reanimación cardiopulmonar a los que sufran un infarto de miocardio o parada cardíaca. Los Bee Gees resucitaban a los muertos y sabían –Too Much Heaven– lo difícil que resultaba alcanzar el cielo eterno.

En las tierras andaluzas, donde se tiende más a la saeta, a finales del siglo XX después de Cristo, algún magistrado se interesó especialmente por el proceso al llamado Rey de los Judíos. Así, en 1990, Eduardo Rodríguez, a la sazón juez de la Audiencia Provincial de Granada, dictó una sentencia en la que absolvió a Jesucristo, “alias el Nazareno”, de los delitos de blasfemia, rebelión y sedición por los que fue condenado y crucificado. Según estableció el magistrado, en el “antiguo procedimiento se siguieron los trámites de un ordenamiento jurídico involucionado que no tuvo en cuenta la esencia y condición del hombre”. La sentencia explicitaba que no procedían “costas judiciales materialmente apreciables pero sí cuantiosas espirituales, que por voluntad del acusado se repartían a los hombres de buena voluntad y los más débiles necesitados y marginados, todos hijos de Dios”. Ya en el siglo XXI, también después de Cristo, otro juez, este de Jaén, José Raúl Calderón, autor del libro Proceso a un inocente: ¿fue legal el juicio a Jesús?, siguen la brecha de las investigaciones. Un análisis pormenorizado de lo presuntamente acontecido y del Derecho de aplicación hace miles de años llevaba al magistrado jienense a afirmar que “lo lógico sería la nulidad del proceso y su inmediata puesta en libertad o su absolución por falta de pruebas”. Lo lógico, lo jurídicamente lógico, se entiende.

Desde luego, se agradecería que ciertos personajes patrios de lo divino aparcaran la religión aunque sea un ratete y se dedicaran, entonces, a bailar al ritmo redentor y revitalizante de Stayin’ Alive, sin rasgarse tanto las vestiduras ni clamar al cielo porque se remueva otro pasado, más reciente, fraticida y mucho más mundano. Algunos inocentes perjudicados, menos mesiánicos y aún no redivivos, mostrarían su satisfacción y, con administradores de justicia en sus cabales, hasta el buen ladrón podría salir beneficiado.