Domingo de Resurrección, como hoy. Semana Santa. Los cristianos celebran que Jesucristo Nuestro Señor regresa a la vida al tercer día de ser crucificado, su mayor logro, lo que mueve y conmueve más a los beatos y creyentes. No obstante, vecinos, costaleros y cofrades lloran desconsolados porque no pueden hacer la procesión prevista para el día, la del Cristo Resucitado. No llueve ni caen chuzos de punta. Tampoco hay un estado de alarma implantado ni una pandemia que impida el recorrido por las calles. Estamos en 1980, en Mijas, un pueblo costero de Málaga, por entonces de unos quince mil habitantes. Al ir a buscar la imagen del Cristo a la iglesia, el párroco y otros miembros de la hermandad correspondiente encuentran allí una profanación propia del diablo. La figura del Cristo tiene los brazos rotos y todo alrededor está lleno de basura, de botellas de licor de alta graduación vacías, de latas, de colillas…No hay tiempo material para recomponer el destrozo. Se tiene que suspender el acto.
Con anterioridad, por la noche, de madrugada, un grupo de unos cuarenta o cincuenta jóvenes, ávidos de diversión, un tanto perjudicados, entre cánticos, se había colado en la parroquia y había decidido darle una vueltecita al Cristo por el pueblo. Los chicos lo cargaron a cuestas y lo llevaron en volandas hasta la fuente de la plaza, “para darle de beber agua”, al pobrecico, que todavía tenía las marcas de las lanzas romanas en el torso. Luego, la imagen, desplazada de aquí para allá, acabó por caerse, rompiéndose los brazos. Como la figura estaba maltrecha, los jóvenes pensaron que era buena idea llevarla en la ambulancia municipal hasta un hospital para hacerle una “cura” e intentaron descerrajar el garaje donde se guardaba dicho vehículo. Estuvieron un buen rato dando porrazos pero no lo consiguieron. Cansados ya de tanto trote, volvieron en comparsa otra vez a la iglesia, donde siguieron la fiesta hasta el amanecer. “Viva Cristo Resucitado y vivan los porros”, gritaron todo el tiempo.