Y se marchó, como dice la canción de Perales. Tras la derrota de las fuerzas monárquicas en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 y la posterior proclamación de la Segunda República, un día luminoso como hoy, 14 de abril; Alfonso XIII partió con su séquito dirección a Cartagena, donde embarcaría y zarparía hacia el exilio. Antes, cuando algunos miembros de su gabinete le plantearon la posible la prolongación del régimen hasta unos comicios generales que quizás le salvaran in extremis, el Borbón -dinastía lamentable que se sufre desde Felipe V, hasta la fecha, gracias al criminal Francisco Franco- dejó dicho lo siguiente: “Yo no puedo admitir el continuar un papel en una broma trágica”. Muy digno él, añadió para la posteridad: “No quiero que por mí se derrame una gota de sangre”. Y así, ahítos de orgullo y satisfacción, los miembros de la comitiva real, compuesta por varios gerifaltes, salieron de Madrid el mismo día 14 en cuatro automóviles camino de la costa, hacia el sureste de la península ibérica. El crucero que les esperaba se llamaba “Príncipe Alfonso” y, en el lugar más visible, blandía la bandera rojigualda de tres franjas reconocida por la monarquía española. A las cinco y media de la tarde del día 15 de abril, ante un gentío enfervorizado que festejaba el advenimiento de una naciente y próspera época -creían-, la embarcación levó anclas con su conocidísimo pasajero ya destronado a bordo. El destino: Marsella, de indudable connotación republicana. Una vez depositado el producto regio en el puerto marsellés, con todo su séquito, el crucero volvió a Cartagena. Cuando llegó otra vez al muelle, los tripulantes habían cosido una franja morada en la bandera principal, conviertiéndola en la tricolor propia del nuevo sistema democrático. También le habían cambiado el nombre al buque. A su barco le llamaron “Libertad”.