En el pedestal más alto

Mis padres han muerto. Mi padre, Antonio, hace ya meses. Mi madre, Fernanda, hace apenas unos días. Los últimos años de su vida los pasaron en una residencia, extrañamente, con plaza pública, tras mover ingentes cantidades de papeles y pelear sangre con el personal de la administración de dependencia. Porque la dependencia se administra con cuentagotas, parece: otros tuvieron menos suerte. La enfermedad de mi madre requería atención 24 horas al día. El alzheimer destroza la cabeza y todo el entorno, pese a que el físico puede mantenerse como una rosa fresca durante tiempo. Los familiares más directos íbamos a visitarla cada vez que podíamos. Y la sacábamos un ratito para que le diera el sol… pero luego nos retirábamos a casa y todo quedaba en una nebulosa, ingrata, pero nebulosa….y nos tomábamos cervezas, paseábamos por el parque o nos rascábamos los genitales en el sofá, compungidos, sí, aunque en el sofá, queriendo pensar que hacíamos lo mejor para ella. En la residencia se quedaba todo el personal que trabaja allí con enfermos y ancianos, los que los trasladan en situaciones paupérrimas, los que les limpian el culo, les dan la medicación, procuran que coman, organizan actividades para distraerlos y, en suma, les cuidan verdaderamente. Mujeres en su mayoría, claro está: pocos santos varones en la nómina del feminismo, especialmente si de cuidados a terceros se trata. Los cuidados no molan desde el punto de vista machirulo y tampoco no hay quien cuide a las cuidadoras de las ventiscas emocionales: no es un buen negocio, pues, para los Rubiales de turno, pese a ser la base de la vida humana. Sin embargo, esas personas, esas mujeres y esos pocos hombres, son ángeles. O lo más cercano a los ángeles que he visto yo en el planeta tierra. No tienen alas pero no las necesitan. Valen un potosí porque, cuando ya no podemos o ya no queremos, se encargan de nuestras miserias y nuestros despojos (como nuestros abuelos, a los que tratamos como si no nos fuéramos a morir nunca). Y lo hacen, al menos en nuestro caso, con toda la dedicación y profesionalidad habida y por haber, más allá de sus obligaciones. Deberían cobrar más, deberían tener mejores condiciones y deberían, sobre todo, ser respetadas y valoradas socialmente como merecen. Gracias, pues, a toda la plantilla de la residencia que ha estado con mis viejos hasta el último momento, desde el equipo directivo -siempre atento- a la última auxiliar, desde el cocinero a la enfermera, pasando, cómo no, por las limpiadoras. Ojalá que os vaya bien bonito. Para mí, estáis en el pedestal más alto, sin duda.